Auschwitz

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No había nadie en la habitación. Ante mis ojos, una sala de cemento, húmeda, gris. En sus paredes había extrañas marcas, como zarpazos o rasguños. Aquello para nada parecían unas duchas. El techo era cruzado por unas vigas paralelas de hormigón. En cada travesaño, doce agujeros. Me gustaban los números. Siempre se me habían dado bien, y me eso me había valido un puesto de contable. Miré hacia atrás, cientos de almas como ganado. Todos desnudos. Todos avergonzados. Nos observábamos unos a otros. Apenas quedaba en nuestros cuerpos algo que no fueran huesos y mugre. El aire comenzaba a ser irrespirable. Oí a alguien gritar en alemán a la entrada de la cámara. "¡Vamos sucios judíos, es hora de la ducha!".

Momentos antes nos habían hecho desvestirnos y dejar aparte todas nuestras pertenencias. La compuerta se había cerrado. La ducha iba a empezar. No nos habíamos lavado en meses. Me arrinconé en una esquina y un joven de unos quince años vino hacia mi. Estaba esquelético; tenía la cabeza rapada y el cuerpo lleno de heridas. "Señor, ¿no le parece genial? ¡Por fin algo de higiene! Cuando salga, pienso ir a escondidas a ver a la chica del barracón 38. Es preciosa y cuando al fin quede libre de este campo infernal, la haré mi esposa. ¡Alegre esa cara!" Dicho esto, se fue con paso ligero hacia el centro de la sala. Sonreí. "Esta juventud, siempre soñando", pensé. Dicho esto, la habitación comenzó a llenarse de una neblina densa. El calor llegaba a límites insoportables. Los ancianos se sentaban en el frío suelo al no poder mantenerse de pie.

Pasados unos diez minutos, la multitud comenzaba a defecar y orinarse sin control. Gas Zyklon B. Lo conocía. Aquello no era una simple ducha. Querían matarnos. Caí desmayado al suelo. Intenté en vano agarrarme a la pared, y entonces lo vi. 

Los arañazos. No eran zarpas. Eran los últimos momentos con vida de nuestros predecesores en la gaskammer. Coloqué las yemas de los dedos sobre los surcos. La sangre y los restos de uñas aún estaban frescos. Extendido ya sobre el lecho de orín y excremento, noté como mi mente se ralentizaba. Veía borroso y los sonidos se oían distantes. Alcé la vista y me fijé en el chico con el que había charlado antes. Yacía muerto, y sus ojos azul cielo, casi transparentes como el agua, estaban fijos en mi. Y entonces lloré. Lloré por el que no vería a su amada. Lloré por el anciano que no se despediría de su esposa y lloré por la madre que no podría proteger a sus hijos...


Mientras mis lágrimas huían hacia la nada, cerré los párpados con fuerza e imaginé. Imaginé un prado verde, a las afueras de Alemania, con una pequeña caseta de color azul y blanco. Allí correteaban tres niños y una niña. Siempre he querido tener cuatro hijos. Abraham, Oskar, Benjamin y Leah. Así me hubiera gustado que se llamaran. Mi mujer también está allí. Es rubia y tiene los ojos color avellana. La beso. Me besa. Miramos como los niños corren y como la pequeña juega con sus muñecas de trapo. Y aunque es en Auschwitz donde pierdo la consciencia, es en aquel claro entre las montañas, con mi familia, donde mi corazón deja de latir.

Aushwitz, últimos momentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora