CAPITULO 1

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No me sorprendió la categórica declaración de mi compañero de piso. José  Rodriguez siempre encontraba pretextos para ir a celebrar algo, por pequeño e intrascendente que fuera. Formaba parte de su encanto.

—No creo que beber la noche antes de empezar en un nuevo empleo sea buena idea.

—Vamos, Ana. —Sentado en el suelo del salón de nuestra nueva casa, entre varias cajas de mudanza, José esbozó su irresistible sonrisa. Llevábamos varios días desempaquetando, pero él seguía teniendo un aspecto increíble. De constitución delgada, pelo oscuro y ojos verdes, José era un hombre al que resultaba difícil no verse guapísimo todos los días. Me habría sentado mal de no ser porque era la persona a la que más quería en este mundo.

—No estoy diciendo que nos vayamos de fiesta —insistió—. Sólo una o dos copas de vino. Podemos pillar una happy hour y estar de vuelta a eso de las ocho.

—No sé si llegaré a tiempo. —Señalé mi pantalón y mi camiseta de yoga—. Después de calcular cuánto me llevará ir andando al trabajo, me acercaré al gimnasio.

—Camina deprisa y haz ejercicio más deprisa aún. —El perfecto arqueo de cejas de José me hizo reír. No me cabía duda de que algún día el soberbio rostro de José  aparecería en carteles y revistas de moda de todo el mundo. Pusiera la cara que pusiera, estaba buenísimo.

—¿Y qué tal mañana después del trabajo? —sugerí yo—. Si consigo terminar bien el día, sí merecerá la pena celebrarlo.

—Vale. Inauguraré la nueva cocina para cenar.

—¡Humm...! —Cocinar era uno de los placeres de José, pero no uno de sus dones—. ¡OK!

Se sopló un mechón rebelde para apartárselo de la cara y me lanzó una sonrisita.

—Tenemos una cocina que ya quisieran muchos restaurantes. Ahí no pueden salir mal las comidas.

Indecisa, le dije adiós con la mano y me marché, optando por evitar una conversación sobre el arte de cocinar. Bajé en el ascensor hasta la planta baja, y sonreí al portero cuando me mostró la salida a la calle con un ademán.

En cuanto puse un pie fuera, me invadieron los olores y sonidos de Manhattan, invitándome a explorar. No sólo había cruzado el país desde Portlan, sino que parecía estar en otro mundo. Dos importantes metrópolis, una de clima templado constante y pereza sensual, la otra rebosante de vitalidad y energía frenética. En mis fantasías, me imaginaba viviendo en un edificio sin ascensor en Brooklyn; sin embargo, como era una hija obediente, me encontraba en el Upper West Side. De no ser porque José  vivía conmigo, me habría sentido triste y sola en aquel amplio apartamento que, al mes, costaba más de lo que mucha gente ganaba en un año.

El portero me saludó con una ligera inclinación de sombrero.

—Buenas tardes, señorita steelle. ¿Va a querer un taxi esta tarde?

—No, gracias, Paul. —Me balanceé sobre los tacones redondeados de mis deportivas—. Voy a caminar.

Él sonrió.

—Ha refrescado desde mediodía. Hará bueno.

—Me han dicho que disfrute del tiempo de junio, que luego empieza a hacer un calor de mil demonios.

—Le han aconsejado bien, señorita steelle.

Al salir de debajo del moderno y acristalado voladizo de la entrada, que de alguna manera armonizaba con la edad del edificio y de sus vecinos, me recreé en la relativa tranquilidad de aquella calle bordeada de árboles hasta llegar al ajetreo y el tráfico de Broadway. Confiaba en que algún día no muy lejano conseguiría integrarme, pero de momento me sentía como una impostora que se hacía pasar por neoyorquina. Tenía unas señas y un empleo, pero aún desconfiaba del metro y no me resultaba fácil parar un taxi. Procuraba no caminar distraída y con los ojos como platos, pero era difícil. Había tanto que ver y experimentar...

La percepción sensorial era asombrosa: el olor del escape de los vehículos mezclado con el de la comida de los carritos ambulantes, los gritos de los vendedores ambulantes unido a la música de los animadores de calle, la impresionante variedad de caras, estilos y acentos, las imponentes maravillas arquitectónicas... Y los coches. ¡Santo Dios! Nunca había visto nada semejante a aquel frenético torrente de coches apretados.

Siempre había alguna ambulancia, coche patrulla o camión de bomberos

intentando abrirse paso entre la avalancha de taxis amarillos con el aullido electrónico de sus ensordecedoras sirenas. Me atemorizaban los pesados camiones de la basura que circulaban por pequeñas calles de un solo sentido y los conductores de reparto que desafiaban el denso tráfico para hacer frente a los estrictos plazos de entrega.

Los auténticos neoyorquinos se movían entre todo aquello como peces en el agua; su querida ciudad les resultaba tan cómoda y familiar como su par de zapatos favoritos. No miraban el vapor que salía de los baches y las rejillas de ventilación de las aceras con romántico embeleso, ni parpadeaban cuando el suelo vibraba bajo sus pies con el atronador paso del metro, mientras que yo sonreía como una idiota y flexionaba los dedos. Nueva York era una aventura amorosa completamente nueva para mí. Estaba arrobada, y se me notaba.

Así que realmente tuve que hacer esfuerzos para tomarme las cosas con calma mientras me dirigía al edificio donde iba a trabajar. Al menos, en lo que respectaba al empleo, me había salido con la mía. Quería ganarme la vida por méritos propios, y eso suponía un puesto de principiante. Empezaba a trabajar a la mañana siguiente como ayudante de Mark Garrity en wieden and kennedy, una de las agencias publicitarias más importantes de Estados Unidos. Mi padrastro, el megafinanciero Richard Stanton, se molestó cuando acepté el empleo, porque decía que si no fuera tan orgullosa podría haber trabajado para un amigo suyo y haberme beneficiado de ese contacto.

—Eres tan testaruda como tu padre —me dijo en aquel momento—. Tardará una eternidad en devolver tus préstamos estudiantiles con su sueldo de carpintero.

Aquello supuso una buena bronca, pues mi padre no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.

—¡Ni hablar! Ningún otro hombre pagará los estudios de mi hija —había dicho Raymon stellee cuando Stanton se lo ofreció. Yo respetaba esa actitud, y sospecho que Stanton también, aunque nunca lo reconocería. Comprendía la postura de ambos hombres, porque yo misma había luchado por pagarme los préstamos... y no lo había conseguido. Para mi padre era una cuestión de orgullo. Mi madre se había negado a casarse con él, pero eso no le hizo vacilar en su determinación de ser mi padre en todos los sentidos posibles.

Sabiendo que era inútil hacerse mala sangre por antiguas frustraciones, me centré en llegar al trabajo cuanto antes. Había elegido a propósito una hora muy concurrida de un lunes para cronometrar el corto paseo, así que me alegró llegar a Grey House, que albergaba a Wieden & Kennedy, en menos de treinta minutos.

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⏰ Last updated: Jul 20, 2016 ⏰

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