De infiernos y prisiones

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Abro los ojos y lo primero que logro observar es el cielo. Es gracioso como un mismo cielo puede ser observado de más de mil maneras diferentes, dependiendo del estado de ánimo que se tenga, del estilo de vida de uno y quién sabe de cuántas cosas más. Yo, por ejemplo, siempre veo el cielo sombrío. Hasta en los días más hermosos noto el sol demasiado pequeño y las nubes demasiado grandes y el color azul celeste que tiene siempre me resulta algo grisáceo. En noches como ésta, soy de notar la oscuridad absoluta, la niebla tenebrosa y la incertidumbre de las nubes. Pero a veces, sólo para matar al aburrimiento, me pongo a pensar... ¿Cómo vería esto una persona feliz? Bueno, en este caso, vería las estrellas más brillantes, la luna más luminosa y... No tiene sentido. No puedo pensar en lo que haría alguien feliz, porque no soy alguien feliz y, mientras permanezca en esta prisión que atrapa hasta mis pensamientos, nunca lo seré.

Como dije, hoy el cielo está oscuro y estrellado, lo que quiere decir que ya es de noche. Y también significa que estuve acostado durmiendo todo el maldito día. Pero, simplemente, no me importa. No me importa desperdiciar un día, o diez, o mil, porque lo cierto es que no tengo nada para hacer. ¿Qué puede hacer uno cuando se encuentra encerrado entre tres paredes y una reja?

Aquí, todo es difícil. Inclusive respirar. Aquí, todo es sombrío, eterno y desesperanzador. El aburrimiento, el encierro, la frustración... todo. Sencillamente todo. Cada una de las cosas diarias es sólo otro de los tormentos que hay que sobrevivir para ver otro día. Otro día gris, vacío, igual al resto. Otro día que, en realidad, no vale la pena ver, pero hay que verlo de todos modos. Porque no hay otra cosa más que eso. Y todo es difícil, y duro, y frío. Pero si me preguntaran cuál de todos los tormentos es el más doloroso, cuál es el más imposible de soportar, no tendría que pensar más de un segundo mi respuesta. La soledad. Quizá sea porque ella es desesperante y abrumadora o porque te genera la sensación de que estás a punto de enloquecer de un segundo al siguiente. Quizá. Pero, probablemente, sea más por el hecho de que no siempre estuve solo y se nota más la ausencia de lo que se tuvo y se perdió que de lo que nunca se tuvo.

Porque sobrevivir aquí es malo, pero hacerlo solo es peor. Y es cierto que estoy siendo débil, pero no me juzguen. Yo recién estoy acostumbrándome ahora a la deliciosa tortura de la soledad. Porque antes no estaba solo. Antes lo tenía a Roy. Lo conocí el primer día que ingresé a la prisión. Él fue mi primer y único compañero de celda. Era un poco más viejo que yo, pero no demasiado. También era millones de veces más sabio, y más observador. No tardó en darse cuenta de que yo estaba aterrorizado y desesperado, aunque eso no podría reconocérselo como mérito, porque yo tampoco lo disimulaba demasiado. Se acercó a mí y me recorrió con la mirada de arriba abajo antes de hablarme. Al principio creí que iba a darme alguna palabra de compasión o de apoyo pero, en cambio, me preguntó:

-Muchacho, ¿qué has hecho para terminar aquí?

La pregunta me desarmó porque, francamente, yo no lo sabía. Y a uno siempre lo desarma darse cuenta de las cosas que desconoce.

-No lo sé- admití yo- No lo recuerdo. Pero estoy seguro de que nunca hice nada malo, nada que pudiera hacerme merecer...esto.

Él lanzó un bufido, algo parecido a una risa pero, claro, en este lugar, nadie es capaz de sonreír.

-Te diré un pequeño secreto- me dijo como si tuviera todas las respuestas del mundo y estuviera decidido a dármela en pequeñas dosis-Nunca nadie hace nada para terminar aquí.

-Entonces... ¿por qué aquí estamos?- pregunté desconcertado, sintiendo que el cerebro se me desarmaba en millones de pedacitos que no podía acomodar.

-Porque mucha gente así lo quiere- dijo como quién dice una obviedad.

-Eso no me parece muy justo.- fue todo lo que pude decir.

-Nada en esta vida maltrecha lo es. Ya lo verás.

-Estupendo- exclamé.

Él volvió a lanzar uno de sus bufidos-risas y me dijo:

-Me agradas.- fue sólo una frase, pero en ese momento, sentí como si me estuviera dando algo. Un regalo. Uno que, a pesar de todo, he podido conservar hasta el día de hoy.

Y eso fue todo. Le dije mi nombre y él me dijo el suyo, y eso fue todo lo que necesitamos para conocernos y hacernos amigos. Y es que, de alguna manera, ya nos conocíamos, porque en esta agobiante prisión, todos resultábamos ser más de lo mismo. Todos somos exactamente iguales: desdichados.

Pasaron unos meses. Yo sigo aquí. Él no. Las causas de su muerte fueron calificadas como desconocidas. Muchos dicen que fue por la edad pero, en ese caso, él tendría que haber sido mucho más viejo de lo que me pareció a mí en un primer momento. En realidad, para mí fue porque un día en el que comíamos una vez más la asquerosa comida de prisión, él dijo que eso era el colmo, y que no probaría un bocado más, aún si esto significaba su muerte.

-Parece que lo cumplió- pensé silenciosamente la noche que desperté y encontré su cuerpo, sin vida, tendido a mi lado.

Lo cierto es que mí me gustaría más que fuera ésta última la razón de su muerte porque, en ese caso, habría sido decisión de Roy morirse, y no de la vida maltrecha o la prisión infernal, que ahora me resultan más atemorizantes que nunca. Porque a lo mejor, le arrebataron la vida a mi amigo. Pero a lo mejor no. Y esa es toda la esperanza que me queda. Morirse por decisión propia es digno. A mí me habría gustado morirme por mi cuenta. Pero no sé si soy capaz, porque nunca fui tan fuerte, ni tan decidido como Roy. En el fondo, soy un niño estúpido e iluso, que aún quiere saber si algún día logrará salir de aquí. Quién diría que, a veces, la esperanza resulta ser peor enemiga que la soledad.

Miro al cielo para encontrar el valor que me hace falta para no llorar y descubro que ya es mediodía. Por alguna extraña razón, esto me deprime, y dejo escapar un lento y entrecortado suspiro.

No han pasado más de cinco minutos cuando una niña de más o menos cinco años, con cabello peinado en dos colas, se para frente a mi jaula y le dice a su madre mientras la jala de la manga:

-El león, mami, mira el león.

Inmediatamente, me tiro al piso de vuelta y finjo dormir, porque no soy lo suficientemente fuerte para afrontar la realidad, que es que incluso esa pequeñita e inocente niña tiene un poco de culpa de que el león esté triste, de que el león esté solo y de que el león quiera morirse porque cualquier infierno en el que pueda acabar no puede ser peor que en el que ya está.


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