Los ojos del dolor

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Esta vez me llevan a la escena del crimen en una ambulancia. Las luces del techo y las sirenas están apagadas, silenciosas. No hay prisa. Cuando me llaman a mí, ya todo ha ocurrido. Yo soy el último recurso del departamento de policía.

El macizo vehículo se desplazaba con suavidad por las despejadas calles de la ciudad a media mañana. Disfruto a través del parabrisas de la luminosa quietud de un día de octubre. La gente está ya en el trabajo, los niños en la escuela. La hora punta ha pasado y las avenidas y aceras se vuelven tranquilas, más amigables y acogedoras; el señorío de jubilados que calientan al sol su sangre fría de lagartos.

Me encojo un poco en el asiento y miro de soslayo al conductor a mi lado. Es un hombre joven, con una magnífica barba frondosa y el pelo ridículamente tieso a base de gel fijador. Se mantiene concentrado en la conducción del vehículo sin desviar la mirada. Apenas me ha dirigido un par de palabras desde que me subí a la ambulancia. Debe pensar que soy una loca. Una chiflada extraña que no debería estar allí y jugar con algo con lo que no se debe jugar. ¡Pobrecito! No le culpo. No es el único, desde luego. Muchos piensan como él. Pero alguien ha debido dar la orden y no ha tenido más remedio que obedecer.

Cruzamos el centro de la ciudad a través de grandes avenidas festoneadas de bancos y tiendas de lujo, para dejarlo atrás y adentrarnos en las zonas residenciales.

—¿Dónde lo han encontrado? —le pregunto al notar que nos dirigimos a una de las vías rápidas que ciñen la metrópolis.

—En la zona industrial más allá del aeropuerto —responde sin volver el rostro hacia mí.

En las afueras, por supuesto. Siempre los encuentran en sitios así. En esos parajes que se vuelven vacíos y desangelados tras la caída del sol. Traseras de barracones de metal ondulado, baldíos y descampados salpicados de escombros, callejones húmedos y apestosos de orines. La oscuridad y la miseria atraen a las mentes perturbadas como la miel a las moscas.

Esos lugares son los escenarios del horror y de la muerte.

La ambulancia se para en el aparcamiento junto a una enorme nave industrial pintada de blanco con un logotipo comercial en chillonas letras rojas. Hay varios coches de policía aparcados de cualquier modo, como juguetes tirados al azar sobre la superficie del asfalto cuarteado. Hacia el fondo se ve la agitación de un buen número de personas en movimiento, todos con caras adustas y serias. Un par de monos blancos delatan al personal médico del equipo forense. La escena se ilumina un instante con los destellos del flash de una cámara, que registra para la eternidad de los archivos policiales la atrocidad que allí ha ocurrido.

Entonces lo veo. A él. Al comisario Antonio Mohedano. Está allí, hablando con un policía de uniforme junto a la sempiterna cinta de plástico amarillo que circunda y limita la escena del crimen. Sobre la cinta, en gruesas y bien visibles letras negras, las palabras «no pasar policía» aparecen repetidas hasta el infinito. Camino hacia él y noto como el corazón se me acelera en el pecho.

Se da cuenta de mi presencia cuando estoy a unos metros de él. Levanta la mirada y una sonrisa triste se dibuja en su rostro anguloso y varonil, y hace que se destaque aún más el delicioso hoyuelo del mentón. Tiene el traje y la corbata flojos y arrugados, las mejillas oscurecidas por la barba de dos días y unas profundas ojeras bajo los ojos. Unos ojos grises como la bruma sobre el mar, llenos de calidez y misterio. Los miro y se me coge un pellizco en la boca del estómago.

—Hola, Antonio —le saludo con la más encantadora voz que soy capaz de modular y la más encantadora de las sonrisas que puedo elaborar.

Responde al saludo con una alegría que quiero pensar que es auténtica.

Los ojos del dolor.Où les histoires vivent. Découvrez maintenant