Capítulo único

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Termino de escribir un párrafo de mi nuevo proyecto, un encargo del periódico para cubrir la investigación sobre el asesinato truculento y misterioso de una niña de quince años cuyos principales sospechosos son los propios padres. No me gustan los reportajes en los que el centro de la historia gira en torno a un muerto, siento que me estoy inventando parte de su vida sin su consentimiento y jamás he soportado la presión y la sensación de estar alerta por si algún conocido del fallecido o un experto me corrige y me desacredita como periodista, y no es mi paranoia por el miedo al fracaso, es la voz de la experiencia. Una vez tuve que rellenar una columna con un artículo sobre Miguel de Cervantes del que me sentía tremendamente orgullosa y a las pocas horas tenía más de un correo de catedráticos de diversas universidades a lo largo y ancho de España y Latinoamérica informándome de que había cometido diversos errores históricos y biográficos.

Me levanto del escritorio, no sé cómo continuar y llevo horas delante del portátil intentándolo, no va a salir bien si me fuerzo. Voy a la cocina y reparo en una nota pegada en la nevera con un imán que no había visto todavía, el papel está muy arrugado y la tinta emborronada, pero reconozco la caligrafía, es de Lena. Intento mantenerme en pie y no ceder ante la debilidad de mis rodillas, de pronto frágiles como el cristal.

Cuando todo se acabó me fui de viaje por trabajo y había vuelto ayer por la noche, me extraña no haberme fijado en sus últimas palabras para mí; solo dos, lo siento. Me gustaría decir que no le guardo rencor y le deseo lo mejor, y en cierta medida es verdad, no quiero que le suceda nada malo, pero no puede despedirse así. Después de un año de relación, no puede pretender que me conforme y sonría ante el bonito recuerdo de lo que tuvimos, un lo siento no me llega. Es una imbécil demasiado acostumbrada a los estereotipos románticos si piensa que una nota arrugada y emborronada con un frío lo siento cubren trescientos sesenta y cinco días de pasión, cariño y felicidad, al menos por mi parte.

Todavía recuerdo cómo la conocí, y es imposible no pensar en ello cuando mis dedos notan el papel de su despedida y perciben incluso el tacto de su piel, como un vago recuerdo. Yo estaba sentada en la terraza de una cafetería, sola en una de las mesas, respondiendo a los mensajes de mis padres, que me preguntaban cómo estaba siendo mi estancia en Madrid, adorables como siempre. Desde muy joven me hice dueña de mi propia vida y a los veintiséis años acababa de trasladarme a la ciudad de Madrid porque me habían ascendido en el trabajo como redactora jefa. Mis padres nunca han dejado de apoyarme en todos mis objetivos, pagaron mi primer libro, a los dieciocho años, y aunque no soy una escritora de éxito, no puedo quejarme de mi vida como periodista.

Completamente abstraída en mi tarea, no noté la presencia de otra persona pasando por mi lado y tropezando con mi pie, derramando todo su café recién pagado. El estruendo me sobresaltó, posé el teléfono sobre la mesa, y me dispuse a remediar el desastre que había comenzado. Esa era Lena, que se había manchado la blusa, tenía una sombra de color marrón claro por el café. Y, por si fuera poco, mi zancadilla le hizo chocar contra el suelo de frente y romperse una de las lentes de sus gafas de montura negra. Un café es fácilmente reemplazable, incluso el coste de una blusa es asequible, pero unas gafas es algo más personal, caro e intransferible. En ese momento solo pude pensar en la mala suerte que tuve de hacer caer a una miope.

—¡Dios mío! Lo siento, de veras... —ni siquiera supe cómo excusarme sin sonar estúpida ante una chica tan elegante como ella parecía. Cierto, ella llevaba una americana oscura y unos pantalones de traje femeninos, con unos tacones de aguja igualmente negros. Seguí reflexionando y entonces me di cuenta de que su blusa también podría salirme muy cara.

Contra todo pronóstico, ella sonrió, restándole importancia, y me dijo que no había problema, que de todos modos el oculista le había dicho que le había aumentado la graduación en uno de los ojos. Tenía hipermetropía, no miopía como yo había pensado. Se presentó como Lena y lo mínimo que pude hacer fue pagarle otro café, y puesto que ella también había ido sola a tomarlo, le sugerí que podríamos charlar y de paso hablaríamos del dinero que repentinamente le debía.

Todo lo que pidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora