Era una mañana fría aquella en la que se enamoró. El comienzo del fin, de su fin. A veces, cuando se encontraba perdida entre margaritas, sangre y arcadas, deseaba con cada fibra de su ser no haberse levantado esa mañana. Unos minutos más de desayuno, un tiempito más de pereza en su cálida cama la habrían salvado. Tantas cosas podrían haber evitado la insensata situación en la que se encontraba hoy en día. Pero el destino es cruel, y sólo le queda lamentarse. Por idiota, por fácil.
Era irónico, el hecho de que ella, toda lógica y frialdad, haya caído tan fácilmente por unos ojos amables. Caminaba con la cabeza baja, no por dócil pero por costumbre, cuando un hombro la golpeó bruscamente. Elevó la mirada, más sorprendida que molesta, cuando vio por primera vez los ojos más bellos del mundo. Eran cafés, adornados por unas espesas pestañas y centelleantes de emociones. Una sonrisa suave, suave, apenada, fue lo que aquél rostro le brindó. Era sincero y transparente. Se permitió observarlo, y disfrutar de la belleza que tenía en frente: un muchacho alto, de facciones suaves y dulzura desbordando por sus poros.
Como ella, estaba abrigado a más no poder. Toda su piel se escondía debajo camperas, guantes, bufandas. Aún así, ni el frío ni la ropa de más lograron impedir esa oleada de llamas que le recorrió las venas.
—Está bien, estoy bien. Lo siento.
Él sonrió, de nuevo.
—¿Segura?
Asintió. Claro que estaba bien, con esos ojos marrones mirándola de esa manera no había forma de sentirse mal. Con su confirmación, el muchacho se comenzó a alejar, dejándola allí, parada, tiesa. Enamorada y abandonada, aunque todavía no lo sabía. Sólo sentía un toque de amargura en su boca, y el deseo de saber todo sobre ese bello chico que se le iba.
No le quedó más que seguir su camino, arrastrando sus pies y repitiendo la escena en su mente.
