A las armas

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"El espejo es como el despertar: revela la verdad sin tapujos, alegre o duela".

Luna había descubierto hacía tiempo que al mirar un espejo se podía ver mucho más allá, pero hacía menos que tenía la capacidad de soportarlo. Ahogó la terrible tempestad que rugía violenta en su interior y salió de sus ojos para observarse sólo físicamente: su largo y liso cabello plateado potenciaba su mirada gris, que, junto a su blanca, suave y brillante piel sin imperfección alguna, así como junto a sus facciones delicadas, parecía mostrar una belleza humana de otro planeta, una versión mejorada, estéticamente, de la especie. Su cuerpo, delgado y pequeño a la par que maduro y formado, se acomodaba perfectamente dentro de su ceñido uniforme negro, rojo y dorado, gala de la Jerarquía imperial. Estaba lista. Decidida, salió de la habitación.

-Adiós, Nitz.

Lanzó una última mirada a la suite deluxe. Había estado en un gran número de lujosas habitaciones de hotel, pero despedirse de aquella tenía una espinita añadida, ya que se trataba de la última. Soltando un leve suspiro, emprendió el trayecto al ascensor a través del pasillo, con la mente aún navegando entre la pesadilla mental y el simple sueño del madrugar. Sabía que a partir de entonces todo cambiaría, pero no le molestaba. Más bien sentía una nostalgia residual hacia la comodidad, como un rastro del pasado que hasta entonces se había resistido a abandonarla. Pero la guerra era la guerra, y por fortuna ya nada lo iba a cambiar.

Hacía meses que el mundo entero estaba sumido en el caos, debido a un azaroso cataclismo astronómico. El desconocido asteroide apodado Blatz-Alnur 15, en su impasible e imprevista trayectoria, había rozado a Verdor sin llegar a colisionar, pero en su lugar había alterado desde el núcleo hasta los ecosistemas planetarios. Los cambios climáticos regionales y los inéditos fenómenos meteorológicos y geológicos que acontecían, tenían a los verdólogos, dedicados al estudio de todos los procesos materiales de Verdor, completamente superados. La raza humana enfrentaba también nuevos problemas políticos, sociales, económicos y culturales de toda clase. Nada ni nadie escapaba de la inseguridad. ¿Estaban los dioses por llegar?

Fuera como fuera, las circunstancias habían hecho posible que Iberia, antiguo Imperio en decadencia, no experimentara conflictos internos de una magnitud comparada a la de la mayoría de potencias del globo. Luna, que no creía en dioses, aprovechaba ahora los frutos políticos del caos que según ella no eran más que un "producto maravilloso de la estupidez colectiva" y se preparaba para dar a su patria la gloria que merecía. Atrás quedaban décadas de vilipendios y humillaciones, de bajar la cabeza y pedir préstamos sobre deudas: la Gran Iberia era ahora un nuevo Imperio con un nuevo Emperador, Augusto XXXV "el de las cenizas venido". Irreconocible para la gente mayor, más aún para aquellos que en su día creyeron que el desastre astronómico la convertiría de nuevo en un lodazal político, la nación de naciones se alzaba fuerte frente a las amenazas que rozaban sus fronteras.

Salió del ascensor y se encontró con Los Diez Dragones Rojos, cada uno de ellos líder de su respectivo batallón de élite, flor y nata del V Ejército. Relucientes e impecables con sus uniformes de gala, saludaron de nuevo a Luna, con un atisbo superior de ánimo tras el potente desayuno degustado en el restaurante del hotel.

-¡¡¡Iberia al Zenit!!! -gritaron al unísono, mostrando todos la garra derecha, saludo oficial del Imperio.

-¡Y a él yo os llevo! -respondió Luna verbal y gestualmente, pero con menos fervor y más protocolaridad en la contestación oficial de los Jerarcas. Sin embargo, una pequeña sonrisa se dibujaba en su rostro: estaba un poco emocionada. Hacía varios días que la guerra estaba declarada a la Corona Franca y que los Ejércitos estaban realizando preparativos de toda clase, pero su primer traslado al frente no podía dejarla indiferente. Ansiaba dirigir a sus hombres en un campo de batalla real, no de entrenamiento, probar su eficacia en combate y cubrirse el uniforme de medallas. Hasta entonces, todo habían sido resultados impresionantes, pero sin riesgo real se escapaba el único y mejor mérito que aún no había podido conseguir de los Altos Jerarcas. Y más importante aún: se había dado cuenta de que sin riesgo real nunca podría acallar su mente para siempre, nunca podría volver a sentir la vida de nuevo.

Dorada oscuridadDove le storie prendono vita. Scoprilo ora