Parte 1

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—¡No puede hacer eso! —aseguró el rubio casi furioso, y tan fuerte que todos en la pista de patinaje le miraron con extrañeza. Desde que se había vuelto un adulto no había muchas cosas que le quitaran la calma a Yuri Plisetsky, era raro escucharle gritar.

—Yo solo estoy diciendo lo que escuché —informó Mila que sostenía las manos de su pequeña hija mientras ella intentaba no resbalar—. Además no es tan extraño, ahora tiene más de treinta años, y su confianza en sí mismo nunca fue lo mejor —explicó la chica sonriendo a la chiquilla a sus piernas.

—No, no puede dejarlo —repitió Yuri y se recargó a la baranda detrás de él. Aunque entendía las razones que daba Mila, era más fácil asumir que no eran más que vulgares rumores que aceptar que Yuuri Katsuki se retiraba del patinaje artístico.

Pero igual no se quedaría con la duda, si de algo sirve ser amigo de alguien, es justo para no obtener información de segunda mano.

—¿Vas a dejar de patinar? —preguntó Yuri al teléfono.

—Profesionalmente sí —aceptó Yuuri—. Por cierto, felicidades por un oro más —dijo refiriéndose al hecho de que el rubio había obtenido el primer lugar en una competencia nacional.

—¿Hablaste con Viktor? —cuestionó Plisetsky, y es que esa creía era la única manera de que Yuuri estuviera tan informado de su vida e hizo una pregunta más cuando cayó en cuenta de que era justo su amigo en común quien siempre sabía todo de Yuuri—. ¿Él sabe que te retiras?

—Lo sabe —admitió Yuuri—, necesitaba estar seguro de mi decisión, y creía que hablar con él me ayudaría a elegir.

—¿El calvo te animó a dejarlo? —preguntó casi furioso Plisetsky.

—No, Yurio. Viktor dijo que yo aún era joven, que no desistiera pero... no podemos engañar a nadie, las estadísticas no mienten, entre menos joven es alguien, menor es su rendimiento. Mis probabilidades de ganar un oro a estas alturas son prácticamente cero.

—Viktor era un anciano cuando lo dejó, y lo dejó tras volver a ganar el oro —recordó Yuri, intentando usar tantas cartas como tenía para mantener al otro en su medio común.

—Viktor es un caso especial, y lo sabes —señaló el japonés y al ruso no le quedó más que admitirlo. Viktor era un genio en muchas cosas, pero en el patinaje era tan perfecto como alguien que había nacido solo para patinar.

—¡No puedes dejarlo! —gritó Yuri y Yuuri sonrió. A pesar de que su amigo Yurio era ya un adulto, seguía teniendo esas infantiles y caprichosas reacciones que le encantaban al de cabello oscuro.

—Ya tomé mi decisión, Yurio, no puedes hacer nada para cambiarlo —explicó Yuuri calmadamente, haciendo rabiar al rubio—. Síguelo haciendo bien, te estaré animado —prometió Yuuri y colgó el teléfono sin haber recibido ninguna respuesta del ruso.

—No vas a dejarlo —susurró Yuri presionando su teléfono—, tú no dejas la pista a menos que estés muerto. —Y con una tétrica sonrisa caminó rodando la valija para abordar un avión que le llevaría a Japón.

*

—Buenos días, señora Katsuki —saludó el rubio a la mujer que le abría la puerta. Ya no era tan de madrugada, pero aún era temprano, por eso el onsen aún no estaba abierto.

—Solo Hiroko, querido —pidió la mujer que sonriente le daba el pase al rubio a su casa—. Yuri no ha despertado.

—Él debería estar corriendo y entrenando —farfulló Yuri molesto, y se molestó mucho más cuando la señora Hiroko habló de nuevo.

—Yuuri va a retirarse —dijo ella—, no necesita seguir haciendo esas cosas. Por mi parte creo que es bueno que descanse un poco antes de cambiar de oficio.

«Ya veremos» pensó Yuri sonriendo amargamente. El patinaje era lo que los había unido, no permitiría, al menos no sin pelear, que Yuuri se alejara de eso que compartían. El hielo era su hogar, los hacía familia, una familia que el rubio amaba y no quería perder.

—Subiré —dijo el ruso andando a paso firme hasta la habitación de Yuuri. Hiroko se quedó mirando como el rubio subía casi entusiasmado, y no pudo evitar suspirar con algo de pesar.

—No va gustarte lo que vas a encontrar —susurró la mujer y volvió a su propia habitación, le quedaba cerca de hora y media antes de deber iniciar sus labores en el negocio familiar.

—¡Arriba, cerdo! —gritó Yuri, estampando la puerta y sobresaltando al japonés que se incorporaba tan rápido como pudo, sosteniendo la cobija en sus puños a la altura de sus propios hombros—. Vamos a correr —ordenó Yuri sonriendo y señalándolo con el índice.

—¡Yu... Yu... Yu... Yu... Yurio...! —tartamudeó el que no terminaba de despertar—. ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó una vez que estuvo seguro que no era un sueño, sintiéndose demasiado nervioso.

—No pensaste en serio que aceptaría tu arbitraria decisión de dejar el patinaje ¿o sí? —preguntó el joven cruzando los brazos justo delante de su pecho.

—No sabía que tenías que aprobar mis decisiones —señaló el japonés con ironía.

—Pues no la acepto —sentenció Yuri enarcando una ceja—, no dejarás de patinar.

—Yurio, no puedes venir a exigir que haga lo que quieres, no seguiré patinando, ya lo decidí.

—Dije que no —repitió Yuri molesto.

—De acuerdo —dijo el mayor suspirando—, hablaremos con calma, pero primero...

—¡Primero cállense! —gritó furiosa la chica castaña que aparecía de debajo de la manta que Yuuri usaba para cubrir su cuerpo.

—¿Qué mierda? —preguntó Plisetsky y Yuuri encorvó el cuerpo, pegando su frente a las rodillas.


Continúa...

SIETE AÑOS DESPUÉSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora