Espacio cero

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ESPACIO CERO

Iván observó la oscura cavidad del horno con aprensión, aguantando la respiración sin ni siquiera darse cuenta. A su lado, Mateo, su compañero, sonreía bajo el espeso bigote canoso que acentuaba su pícara expresión de ratoncillo.

-Esto lo arreglamos antes de la hora del café, chaval -dijo con su voz alegre, cascada por el tabaco negro y el coñac madrugador.

Iván intentó sonreír en respuesta, pero apenas esbozó una mueca forzada. La simple idea de entrar en aquel lugar era demasiado para él.

El horno era un antiguo modelo, una reliquia que sólo la tacañería de los dueños de la fábrica mantenía en pie. Tenía dos metros veinte de alto, y todo el aspecto de una cabina telefónica del infierno. Por dentro era un prisma octogonal, delimitado por altas chapas verticales. En el centro había una esfera de metal, enclaustrada en la base giratoria, sobre la que se colocaban los altos carros de bandejas horizontales donde se cocían las magdalenas, mojicones, sobaos y otros productos.

Encima de la plataforma había una pequeña estructura, un dintel de metal. Esta especie de marco metálico servía para encajar el carro y se unía al techo en su parte superior por un eje de metal que, conectado a un pequeño motor, hacía girar la plataforma.

Ahora, a las once de la noche de un viernes, cuando todo el mundo se había ido a casa, Mateo e Iván tenían que arreglar esa plataforma giratoria.

Se había estropeado a las ocho, durante el turno de tarde del viernes, pero habían sido necesarias dos horas para que se enfriase por completo, así que les tocó a ellos solos enfrentarse a la avería, mientras el resto del personal se iba a casa, a disfrutar del fin de semana.

-Espero que no nos de mucha guerra -dijo Iván.

Mateo encendió un Ducados, que quedó colgando de sus labios como un escalador aferrado a la última grieta de la pared, y entró en el horno.

-Pásame la herramienta -pidió, mirando al techo.

Iván le obedeció, entregándole una vieja bolsa de cuero con varios departamentos, llenos de destornilladores, llaves fijas, acodadas y de Allen, alicates, y un largo etcétera de herramientas. Mateo exhaló una perezosa bocanada de humo, sacó un destornillador y se puso de puntillas.

-Enchufa aquí con la linterna, chaval -ordenó.

Iván obedeció de nuevo, enfocando el techo. Junto al eje del marco había una pequeña trampilla, sujeta por seis tornillos, que permitía acceder al mecanismo de giro. Con movimientos fluidos y precisos, el viejo aflojó los tornillos y dejó al descubierto el mecanismo. El eje, enclaustrado en el techo, terminaba en un piñón o rueda dentada que era movido por una correa que llegaba hasta el motor, situado en la parte de atrás del horno, encima de las resistencias eléctricas que proporcionaban calor al aparato. Otra rueda, ésta lisa, actuaba como tensor de la correa, graduándose su posición gracias a una corredera.

-Se ha partido el tornillo del tensor -dijo Mateo-, hay que cambiarlo.

-Bueno, eso no nos llevará mucho tiempo. ¿Qué tornillo es?

Mateo examinó el tornillo durante un par de segundos.

-De Allen, de diez por quince. O diez, veinte. Tráete un par de cada.

Iván dejó la linterna y recorrió el camino hasta el taller de repuestos. Odiaba lo servil de su actitud hacia Mateo, sentía rabia por tener que obedecerle, pero no le quedaba otro remedio si quería evitarse problemas.

A fin de cuentas, Mateo era su suegro, o casi.

Iván llevaba tres años de relación con la hija de Mateo, su única hija. Iván la adoraba, y también ella a él. Pero Mateo no había aceptado nunca aquella relación. Al menos, no hasta un par de meses atrás, cuando por fin permitió a Iván entrar en su casa y se tomó la molestia de conocerle. Y ahora, el viejo mecánico había buscado este trabajo para él. Así que Iván no sabía muy bien cómo actuar.

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⏰ Last updated: Jun 12, 2017 ⏰

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