Parte 1

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Una lágrima resbala por mi mejilla y el mundo se para. Mi mente descompone todo el dolor que siento. Las paredes blancas que me encierran como altos muros me desesperan y el hedor a limpio y desinfectante contraataca contra los olores psicológicos a desesperación y muerto. En conjunto esos olores se vuelven, sin duda alguna, insoportables. Tan solo me salva el reciente y casi insignificante olor a sal. ¿Es mi lágrima? De repente, ese olor se expande y se transforma en un nuevo mundo lleno de ilusiones, recuerdos y sensaciones demasiado agradables.

Sin apenas darme cuenta, me encuentro en mi playa de la infancia. Un olor a madera mojado, sardinas y mezcla de olores a comida frita. Respiro hondo para retener ese olor en mis fosas nasales y siento en el paladar todos esos sabores sin apenas tener que masticar. Sin embargo, en cuestión de segundos todo desaparece. Busco ansiosa con la mirada todos esos olores y, como siempre, a mi derecha se encuentra esa caseta de madera. Dos chiquillas idénticas salen corriendo de allí con su correspondiente Calipo. Irrevocablemente, sonrío. Somos mi hermana y yo, pero con ocho inocentes años. De nuevo esa sensación de terror que me acecha por dentro. No la quiero perder. Entonces, empieza a llover. El día soleado se torna por uno gris y nublado que encapota parcialmente el horizonte soleado. Miro hacia arriba y soy incapaz de encontrar los rayos del sol que antes me cegaban. Cierro los ojos y siento como, gota a gota, mi rostro se va mojando y un nuevo olor me inunda. Es un poco más desgaradable, para ser sinceros; es olor a humedad y celulosas. Al abrir los ojos estoy en mi ciudad natal, rodeada de árboles y, en frente, un edificio blando con tres astas de las que ondean ferozmente tres banderas y que consiguen captar mi atención. Al desviar la vista puedo ver la ría y un poco más allá, la fábrica que desprende aquel hedor que "aromatiza" toda la ciudad los días de lluvia. De repente, miro la puerta que en cuestión de segundos después de sonar el timbre da paso a un centenar de niños y adolescentes. De últimas salen dos niñas tímidas apocadas por el peso de la mochila a sus espaldas. Aún recuerdo nuestro primer día de clases en el instituto. No fue un buen día, sin embargo, nos teníamos la una a la otra para superarlo. Las sigo inspirando lentamente el olor a coco que desprende mi hermana. Conozco el camino de memoria y, sin lugar a dudas, llegamos a casa. Nada más entrar en el portal, apesta a lejía, como casi siempre a esa hora. No es la primera vez que el presidente del edificio le canta las cuarenta al limpiador del edificio por echar esos productos al mediodía. Su excusa es que "le quita el apetito". Al entrar al ascenso huele a gasolina, lo que me indica que viene del garaje. Me sorprendo a mi misma, pues, cuando sucedió, ni me percaté. ¿Mi olfato se estaba desarrollando?

Las niñas entran en el ascenso y las imito con rapidez. No sé que pasaría si la puerta se cerrase conmigo en medio, ya que no sé donde estoy, ni como estoy ahí. Puede que esté viajando, o más descabellado, viajando en el tiempo. ¡Yo que sé! Lo único es que... no me importa saberlo.

Mi madre las recibe en el marco de la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Su cara posee muchas menos arrugas que hoy en día. No tengo que esforzarme para oler el característico olor de mi madre, ya que desprende un impresionante olor a tabaco por mucho que ahora no sostenga ningún cigarro. Al avanzar, ese olor queda opacado por el de una paella valenciana y me apresuro a través de las baldosas grisáceas haciéndome paso entre los abrazos y buenas palabras de mi madre hacia mi hermana y mi yo más joven. Veo los platos sobre la mesa y suspiro. Cierro los ojos y no hace falta que los abra de nuevo. El olor y la brisa marina que golpea mi rostro me da las pistas suficientes. Estoy en Alicante, en un restaurante a pie de playa. Avanzo hasta llega a la mesa del fondo. El olor de paella y maricos... me roba el aliento. Allí están unas diez personas charlando amenamente y riendo, con las manos grasientas y la piel secas y blancas producto de la sal. Me siento en una silla, muy cerca de la conversación. Ellos siguen comiendo mientras yo experimento un mundo nuevo de sensaciones que antes no era capaz de apreciar. Entre los olores se repite el de agua salada, pero los hay nuevos, como el del vino, el limón... sin olvidarnos del característico olor del protector solar que, desde que soy pequeña, resume el olor del verano.

Las niñas, ya no tan niñas, se levantan acompañadas de otra chica algo más joven. Corren de vuelta a la playa y pisan delicadamente la arena que abrasa sus pies y las obliga a correr a zancadas hacia la orilla y, sin pensarlo dos veces, se lanzan al mar. Mi semblante cambia por completo. Sé lo que está por venir. Me acuerdo perfectamente. Corro hasta la orilla como si mis pies también ardiesen, aunque es el corazón el que late azotado por las brasas. Corro aunque sé que no puedo evitarlo. Pero lo intento. Me desgarro la garganta llamando a esas chiquillas y aventándole con las manos señas para que salgan del mar. Pero caen en saco roto. Su mirada me traspasa, así que solo me queda esperar a que suceda. Me siento en la hamaca observando la escena mientras ellas lo pasan de miedo en ese preciso momento, pero no durará mucho. Y, como sabía, ocurre.

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⏰ Last updated: Nov 04, 2017 ⏰

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