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Llegadas las altas horas de la noche, pude escuchar el iracundo tañir de las campanas. Aquel tenue sonido que era arrastrado por el viento nocturno desde la lejanía de las edificaciones barrocas del pueblo hasta el interior del calabozo. Tiritando por las bajas temperaturas, me levanté del frío suelo de piedra y vislumbré el apresurado movimiento de una rata al pasar por el piso frente a mí, perdiéndose con gran rapidez en un pequeño hueco de la pared y por muy absurdo que pudiese parecer, le tuve envidia porque a pesar de tratarse de un animal que muchos tildarían de ponsoñozo e inmundo, poseía libertad. Algo que yo había perdido de manera injusta por desgracia.

Con pasos débiles pero decididos, me acerqué a la única ventana de la celda. Y notando con mayor nitidez el vaho que emergía de mi boca, cerré mis puños aferrados a los oxidados barrotes de acero, con la poca fuerza que tenía. Recargué mi mentón sobre el ancho alféizar y contemplé con agónica melancolía, la presencia de la luna en la oscuridad del cielo.

El insomnio y la espera acrecentaban el suplicio que bullía en mi interior. Nunca sentí miedo ante la idea de morir. Cuando el sufrimiento es continuo en la vida de una persona, ésta aprende a anhelar el fin de sus días, como si la única meta importante de su existencia fuese alcanzar la muerte. Sentí un nudo en la garganta y quise gritar para desahogar el dolor emocional reprimido, mas ningún sonido salió de mi boca, pues preferí evitar tal acto con la intención de no despabilar a Phillip de su descanso. La vida a veces podía llegar a ser demasiado injusta.

Sin embargo, ya todo estaba hecho y no había modo de cambiar lo sucedido. Quizás si hubiese sido menos sincero no habría quedado condenado a muerte. De no haber hablado con honestidad ahora mi conciencia estaría sucia e intranquila, pero sería libre. No sabía si sentir orgullo o arrepentimiento de todas las verdades que dije en el interrogatorio del viernes pasado. Quién diría que, después de todo, el dinero del Sr. Brannan si pudo comprar las palabras de toda esa gente —que terminó atestiguando únicamente con mentiras—, para conseguir la libertad de su detestable hijo mayor.

Maldigo el momento en que mi pobre amigo Howard murió a manos de Gregory Brannan, porque ahora mi desconsolado hermano Phillip ha sido inculpado por un asesinato que él nunca cometió, cuando simplemente trataba de evitar que alguien saliese lastimado y sólo terminó obteniendo una condena injusta por culpa de testigos llenos de sórdida insensatez, cuyas mentiras fueron pagadas con el dinero del despreciable Sr. Brannan. En efecto, todos aceptaron atestiguar a su favor para mantener indemne a Gregory, pero yo fui el único en negarse a tal propuesta y por esa razón ahora también estoy condenado a muerte, pues ante los ojos ciegos de la ley, he sido juzgado como fiel cómplice de mi hermano.

Es irónico pensar que Iré a la horca por haber sido honesto y que Phillip morirá castigado de una forma igual de cruel, por algo que nunca hizo. Y sin importar cuantas veces repita en mi mente, que la vida es injusta, nada va a cambiar.

A tan sólo algunas horas del inminente destino que me espera pacientemente, las reflexivas contemplaciones de mis meditaciones apaciguan la desoladora agonía de mi desasosegada alma, porque al menos sé que moriré sin ser un traidor a mi propia sangre.

Aunque, el precio de la honestidad que me ha tocado pagar haya excedido los limites acostumbrados, ahora hay algo de lo que estoy seguro. No me arrepiento de haber hablado con la verdad. Posiblemente las personas adineradas puedan comprar su libertad en la tierra, pero ante los ojos de Dios, no habrá dinero que les asegure el paraíso.

Le di la espalda a la ventana y me recargué en la ennegrecida pared musgosa, resbalando al suelo, en contra de mi propia voluntad el sueño comenzaba a vencer mis defensas lánguidas a causa de los recientes ayunos que me vi obligado a soportar desde que fui condenado. Cerré los ojos y el sopor no tardó en adueñarse de mi sistema nervioso, apabullando mis sentidos hasta que me quedé dormido ante la falta de resistencia.

Finalmente parecía haberme entregado al consolador regalo de una ensoñación en otra realidad más pacífica, pero el fuerte golpe de una inesperada patada en el estómago terminó con la tranquilidad absoluta de mi sueño. Un hombre de gesto soez permanecía de pie frente a mí y me observaba con desdén, mientras otro sujetaba las manos de Phillip hacia su espalda con una soga. La luz del sol se filtraba con un inexorable fulgor cegador y me incorporé con inpremeditada velocidad. Una vez que estuve en pie, aquel individuo corpulento ató mis manos de manera virulenta y traté de aguantar sus malos tratos sin protestar, porque sabía que podría ser peor si abría la boca para blasfemar.

—¡Camina, pedazo de basura! —gruñó, empujándome con fuerza.

Clavé la mirada en el suelo, tratando de encontrar resignación y avancé detrás de Phillip, quien acababa de salir por la herrumbrosa puerta de la celda. Delante de él, guiándonos por donde ir iba el sujeto que lo había atado y detrás de mí, estaba el otro tipo que vigilaba con atención a que ninguno de los dos huyésemos. De un momento a otro, el silencio se vio opacado por la ensordecedora algarabía y los desagradables abucheos que provenían de ls multitud de personas presentes.

Miré a Phillip de soslayo y supe que él también compartía la vehemencia de mi desesperación. Con actitud taciturna lo observé arrodillarse ante el tajo que yacía frente a él y el verdugo elevó con inexpresiva crueldad aquella afilada hacha de atemorizantes dimensiones. Tragué saliva de manera sonora y antes de que si quiera pudiese apartar la mirada, vi como la cabeza de Phillip rodaba por el patíbulo, abandonando su cuerpo entre un charco de sangre derramada.

Me estremecí al ver concretizado tal propósito y fruncí el ceño al percibir los desmesurados vitoreos de individuos palurdos clamando por más. A diferencia de las expresiones acongojadas que había en los rostros de algunos de los testigos que habían mentido para salvar la vida de un asesino, a cambio de la inmundicia monetaria que les ofreció el Sr. Brannan. Si era arrepentimiento lo que sentían, ya era demasiado tarde. Alguien inocente acababa de morir como consecuencia del egoísmo de sus decisiones y habían liberado de su condena al verdadero homicida.

Sin mencionar que en tan sólo cuestión de minutos, yo también le diría adiós a la vida. Y aunque quizás estaba por morir ante los ojos de todas esas personas, como un badulaque, humillado y deshonrado, muy en el fondo sabía que a los ojos de Dios, moriría como un hombre honesto.

Siendo vituperado con palabras burdas que preferiría nunca haber escuchado, fui empujado hacia el patíbulo y el mismo verdugo que antes había despojado de la vida a mi hermano, colocó la soga alrededor de mi cuello. Cerré los ojos para evitar encontrarme con todas esas miradas atentas a cada detalle de mi muerte y mentalmente me aseguré a mí mismo con certeza que era mejor morir a temprana edad sin alcanzar la virilidad, antes que continuar viviendo para sufrir por la muerte de Phillip.

Los hombres podrán obrar de manera injusta, pero Dios no.

El precio de la honestidadWhere stories live. Discover now