Un día normal en la frontera

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Cuarto para las 8 de la mañana. Otro día normal en la frontera. Salgo de mi casa como el día anterior, y el anterior a ese. A veces me pregunto cómo sería tener un día de descanso, como los rumores cuentan que ocurre en otros países. Pero tengo un buen empleo, uno que no me ocupa más de 10 horas al día, puedo vivir por mí misma, y está lo suficientemente alejado del desierto de Umbgara, donde el calor todo el día parece derretir tu piel poco a poco. Un buen empleo en una ciudad donde todos saben que no hay despidos o desempleo. Después de todo, los reportes en la radio nos recuerdan siempre a los pobres diablos que sostienen la riqueza de la ciudad a base de picos, sudor y sangre en las minas y cavernas que rodean a ese horno de arena. Saber lo poco que viven, así como la pobre recompensa que obtienen por su amargo y exigente trabajo siempre ha logrado que agradezca mi pequeño lugar en la frontera.

El blanco edificio de aduanas al que me dirijo se alza imponente por encima de todas las otras estructuras del pequeño pueblo de Vignaram (no importa cuántos documentos oficiales lo denoten como una ciudad, es muy pequeño y hay muy pocas personas para llamarlo de otra forma que no sea 'pueblo'). Pero, cuando el único interés oficial del gobierno de Vanbradam en este pequeño conjunto de casas es que sirve para filtrar a los indeseados que desean aprovecharse de su riqueza, es normal que sólo las oficinas aduaneras reciban subvención oficial, supongo. Al menos se puede caminar a cualquier sitio, y no hay que andar en esos ruidosos trastos a vapor que abundan en la capital.

Aún me quedan 5 minutos para llegar cuando comienzo a ver la cola de inmigrantes. Y, como cada día desde que he comenzado a trabajar aquí, brotan dentro de mí sentimientos encontrados: lástima por la espera al aire libre que han de pasar, agobio por las horas y horas de papeleo monótono que anuncian, un cierto temor de permitir el ingreso a un extranjero que robe mi buena posición laboral, y un raro orgullo porque tantos deseen ingresar al país que me vio nacer. Por lo menos, los años me han enseñado a ignorar sus miradas suplicantes.

Reviso una última vez el estado de mi ocre uniforme en el vidrio de la puerta, antes de entrar por la puerta principal de las aduanas. Saludo a Lippi, el viejo portero que parece haber trabajado allí desde siempre, quien me responde asintiendo silenciosamente mientras se baja el sombrero amarillo, su típico saludo a sus superiores. De camino paso al lado de la sala de espera, donde las primeras personas empiezan a formarse para esperar ser atendidos. Siempre me ha gustado dar un buen vistazo en las mañanas y luego del almuerzo, para empezar a hacerme una idea de con quién tendré que lidiar a lo largo del día. Resaltan en particular un par: un hombre de unos 30 a 40 años, con traje elegante y maletín, que charla amenamente con una jovencilla de escasa y pobre indumentaria. Los grandes ojos abiertos de esta última me recuerdan viejos momentos de joven ingenuidad e inocencia desbordada. Me pregunto cuánto durará ese brillo en sus ojos si consigue entrar. Con las llaves de mi oficina en mano, termino el corto camino que me resta recorrer.

Una vez he dispuesto los formularios a mano en mi escritorio y encendida la suave radio que me acompaña todo el día, hago llamar al primer aspirante. Tras un momento, atraviesa por la puerta un hombre opulento, ventilándose su redondo rostro y la maraña oscura de cabellos con un abanico púrpura. Por su vestimenta, así como el porte elegante y altanero, reconocí en él a un noble mercante de la vecina nación de Fris'haap.

— Buenos días — saludo con la amabilidad desgastada de un servidor público.

— ¡Bah!, terminemos esta farsa, dame el papel que necesito y podré dejar de mezclarme con estos pueblerinos.

— Señor, las cosas no funcionan así — intento explicar razonablemente —, los inmigrantes deben presentar un propósito...

— ¡De eso nada, niñita! — me interrumpe airoso — ya ha sido un insulto más que suficiente el pretender que esperara ensuciando mi preciado traje junto a la plebe que sigue allí fuera.

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