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El encuentro

19 de junio

Como todos los veranos desde que Marian recordase, su familia, compuesta por su madre, su padre, además de su hermano Abel, de nueve años, se trasladaban a Valle Verde, al norte del país. Un pequeño pueblo, rodeado de montañas ricas en vegetación, donde la brisa fresca reinaba durante todo el verano, algo que les agradaba, pues así huían del bochornoso calor de la ciudad.

Y allí estaban, aparcando frente a la pequeña cabaña de madera que sería su hogar hasta septiembre.

—Mariana —replicó su madre, provocando que la chica pusiera los ojos en blanco. Prefería que la llamasen Marian, pero pocos en su familia lo hacían—. Lleva tus cosas y las de tu hermano dentro, después podréis iros.

Tras refunfuñar, tomó su mochila y la de Abel.

—Vamos, pequeñajo, lo dejamos en la habitación y nos marchamos.

Abel siguió a su hermana y juntos corrieron al interior de la cabaña. Subieron las escaleras todo lo aprisa que pudieron, hasta llegar a la espaciosa buhardilla. Una vez allí, hicieron un descanso mientras recuperaban el aliento. El entorno devolvía a su memoria todo tipo de recuerdos de otros veranos, como la ocasión que Abel cayó por las escaleras y en consecuencia tuvieron que darle tres puntos en la barbilla.

En la ciudad, cada uno contaba con su propia habitación, pero allí, debían dormir juntos. Aun así, la estancia era muy amplia, ocupando todo el diámetro de la vivienda. Y a pesar de los años, y del tiempo que debía tener la casa, aún seguía oliendo a madera.

Abel se instaló en la primera cama, dejando a su hermana la más alejada, que además contaba con un biombo de estilo japonés rodeándola, dándole así más intimidad.

Tras vaciar sus mochilas, Marian optó por ropa más cómoda, mientras Abel esperaba en la cama, jugando a un videojuego en una consola portátil.

La chica se deshizo de sus incómodos vaqueros para vestir unos cortos de color blanco y una camisa de listas blancas y rosas. Entonces tomó dos coleteros y su cabello, de un brillante castaño dorado, lo recogió en dos graciosas coletas. Muchas de sus amigas se burlaban de ella porque se hiciera un peinado que consideraban infantil para sus doce años, pero a ella le gustaba y era cómodo. Cuando volvió a la habitación, Abel ya la esperaba. Compartían gran parecido; tenían los ojos del mismo verde claro, además de unas rosadas pecas por todo el puente de la nariz. El cabello de Abel era más oscuro que el de Marian y caía en melena por delante de su frente y de forma redondeada hasta la nuca.

Ya preparados, bajaron. En el exterior sus padres seguían descargando y alrededor de ellos trotaba, Dori, su perrita, una preciosa Golden de pelo dorado que había dormido todo el viaje.

—¡Nos vamos! —gritó Marian—. Nos llevamos a Dori con nosotros.

Y una vez Dori escuchó su nombre, fue con ellos. Dieron la vuelta a la vivienda, hacia un pequeño cobertizo donde tenían guardadas las bicicletas y tras montar en ellas, pedalearon en dirección al pueblo.

—¿Estás segura de que han llegado? —preguntó Abel jadeante, mucho más atrasado que Marian e intentando con todas sus fuerzas alcanzarla.

Su hermana, al ver el esfuerzo que hacía, aminoró la velocidad para adaptarse a su ritmo.

—Sí, ayer. Los mellizos me escribieron al móvil diciéndome que ya estaban instalados.

—Me gustaría tener un teléfono como lo tienes tú, podría hablar con mis amigos y jugar a videojuegos —refunfuñó, poniéndose de morros.

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⏰ Last updated: Feb 06, 2018 ⏰

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Circo misteriosoWhere stories live. Discover now