El niño cantor

375 35 10
                                    



   Nevaba en la ciudad de Leningrado, lo que no era novedad. En el orfanato de niños de Irina Alexéievich, un edificio de ladrillos rojizos anaranjados y ventanas estrechas, se podían oír cánticos navideños. Era el coro de los chicos, organizado por un viejo maestro de cabeza como bola de billar y un genio de los mil demonios.

Andréi estaba allí. Era un niño rubio, casi albino, con los ojos de un celeste pálido y la nariz pequeña. No cantaba, fingía hacerlo, inflando el pecho y modulando con los labios. Sabía que lo hacía mejor que los demás, pero en sus trece años de vida había aprendido que no era conveniente destacar en nada, o sólo vendrían problemas. En los exámenes, cometía los errores que resultaban prudentes para aprobar sin pena ni gloria, lo mismo en las interrogaciones. Y en la vida social. No hablaba más de la cuenta, siempre era preferible oír y huir de los problemas.

Miró de reojo a Petra, su hermana. Se parecían hasta el punto en que, cuando eran más pequeños, los confundían. Era un año menor, y aún no tenía esa experiencia. Creía ingenuamente, al parecer, que la gente, en el fondo, seguía siendo buena.

—Mocosos, ¡más fuerte, mierda, más fuerte!

El maestro Orlov estaba colorado de tanto agitar la varilla con la que afinaba el endeble coro infantil.

Señaló entonces a Andréi.

—Tú.

Éste habría palidecido, si con su tez clara eso fuera posible. Abrió, eso sí, los ojos como platos, y se quedó de piedra, esperando lo que ese hombre robusto fuera a decir.

—¿Estás cantando?

Se había dado cuenta. Maldijo en silencio.

Orlov se dirigió a los otros chicos, con una sonrisa suficiente.

—Por eso — masculló — hay que aprender a cantar. Hacerlo bien. Con el corazón, ¿me entienden? Del alma. "Cantando se reza dos veces", y el inútil que no sabe hacerlo — señaló a Andréi — no sabe siquiera alzar la más mísera plegaria.

Todos rieron. Andréi enrojeció.

—Cantarás el solo — fue la sentencia del profesor.

El niño asintió, cabizbajo. Entonces miró a Petra, quién le guiñó un ojo. Este se envalentonó.

Los niños comenzaron a cantar el Adeste Fideles. Esperó su turno, el que correspondería al solo. Inhaló, exhaló. Sintió cómo el aire le llenaba el estómago, el bajo vientre, el diafragma, y salía en forma de música.

Adeste, fideles,
Laeti triumphantes,
Venite, venite in Bethlehem!

Hizo lo mejor que podía. Nunca se le había ocurrido cometer una tontería semejante. ¿Sería Petra, tal vez, la que lo había instado a ello?

No recordaba nada más que el canto. Él, la música, y el recuerdo vago de su madre cantándole antes de ir a dormir. Tenía sábanas blancas, en ese entonces, con un bordado azulino en los bordes, formando botecitos. Tenía pan caliente al desayuno. Chocolate en tazas grandes. Sin duda, aquella canción tenía sabor a chocolate.

Terminó. Se suponía que el coro tenía que continuar, pero se mantuvieron todos en silencio. Hasta el profesor se había quedado pasmado.

Andréi miró tímidamente a Orlov, quién puso al final los ojos en blanco.

—Sal de aquí — masculló, y el chico se escabulló lo más rápido que pudo. 

El príncipe rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora