El Sueño

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Al abrir los ojos sólo hallé un vacío negro e impenetrable. Dudé (aún lo dudo) de haberme despertado o de si aún me hallaba en medio de un sueño. Luego vino el miedo, agudo, punzante; no sabía dónde estaba, ni mucho menos cómo había llegado a aquel lugar y no logré dar con nada semejante a un recuerdo; de lo único que estaba seguro era de la noche y de hallarme acostado sobre un catre, ¿pero de quién era el cuarto?, ¿de qué casa?, ¿cómo llegó mi cuerpo a parar a ese aposento? Otro terror sobrevino en breve, pues mi memoria tampoco podía contestar a la pregunta de quién era Yo (sé que poco antes, antes que mis ojos se encontrasen con las tinieblas, hubo imágenes; pero se diluyeron pese a todo intento por aferrarme a ellas). En ese instante temí enloquecer, sentí a mi mente diluirse en medio de esa oscuridad; sospeché de la muerte, sospeché, quizás, que ya estaba muerto. Ignoro las fuerzas que me permitieron conservar el juicio y me motivaron a explorar el lugar en busca de respuestas.

Batallé con las sábanas (eran pesadas, como de plomo) hasta lograr incorporarme sobre el suelo húmedo y frío. Tardé en adaptar la vista a la penumbra, la escasa luz que se colaba a través de una ventana mugrienta sólo deformaba los contornos, dándoles apariencias poco gratas. Agoté con mis manos metros de paredes desagradablemente suaves y carcomidas hasta dar con un pomo, al abrir la puerta di con una escalera que me llevó hasta una planta inferior, otra estancia extraña, aunque más iluminada, pues en el centro, por único mueble, había una mesa y sobre ella una vela encendida. Se trataba de un pequeño salón, de paredes de yeso mohosas, ventanales sucios y suelo de madera vieja.

Di varias vueltas dentro de aquella estancia sin hallar ningún indicio. Al rato me percaté de una nota dispuesta sobre la mesa, pero cuando la tomé en mis manos las letras escabullían a mi mirada, haciéndome desechar aquel papel con pavor. Resolví salir de aquel lugar; no sé si por alguna tenebrosa jugada de mis sentidos percibía cada vez más chicas las paredes de aquel recinto. Probé con una de las ventanas y me ofreció poca resistencia, una vez afuera encontré una llanura que se interrumpía de vez en cuando por alguna colina o por bosques a lo lejos, pero ninguna casa que me permitiera vislumbrar el contacto con algún semejante. A pocos pasos di con un camino de piedras que se perdía en el horizonte, decidí tomarlo a ver si aquellas tierras refrescaban mi memoria.

En algún momento me encontré en medio de árboles enormes, cuyas sombras me arroparon por completo. ¿Debo decir que penetré en un bosque o que la hierba a mí alrededor creció con rapidez grotesca cercenando el espacio dónde me hallaba? ¿Me creerán si afirmo que la vegetación mitigó la velocidad de mis pasos hasta impedirme andar? No puedo precisar aquello, lo cierto era que me asfixiaba y vi de entre la negrura de las hojas mil ojos acechando mis movimientos. Quise escapar, pero las raíces y ramas limitaron cualquier movimiento. De pronto, del follaje emergió un anciano diminuto, cuyos cabellos, cejas y barbas se unían en una sola pelambre que ocultaba sus facciones.

–En el último día –dijo– las ramificaciones de tus pecados rubricarán tu destino.

Acto seguido me vi libre de las ataduras y el anciano desapareció. Corrí a toda velocidad hasta que un enorme muro de piedra cortó mi huida. Fracasé al tratar de conjeturar su altura, imaginé entonces una montaña infinita; ante ambos horrores, el bosque y una pared sin fin, elegí lo segundo. Con manos y pies escalé la roca disolviendo la arena y sal que se precipitaban al vacio entre mis dedos. Mientras ascendía el mundo se tornaba cada vez más pequeño y distinto. En un tiempo impreciso, hecho de minutos, horas o semanas, alcancé la cima; allí me recosté en un suave lecho de piedras para mitigar el cansancio de la subida. Arriba la noche se interrumpía de vez en cuando por diminutos puntos luminosos que parecían no obedecer al arbitrio de la quietud; tal vez, pensé, padecía los efectos de alguna embriaguez o algún capricho la naturaleza permitió esa licencia. Me hallaba hipnotizado ante aquel vaivén de las estrellas hasta que divisé a lo lejos unas luces extrañas, que sólo por su quietud distinguí de los puntos luminosos que me acompañaban; allí, más allá del pie de la montaña, del lado opuesto por donde comencé mi ascenso, se encontraba lo que parecía ser un poblado.

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