Jade

Jade de Baranac

Las mujeres entonces eran prudentes, castas, honradas, calladas y obedientes. Muchas solían ser trabajadoras. Muy pocos celebraban su nacimiento, y menos aún los pueblerinos pobres que con un poco de suerte conseguían desposar a sus hijas con algún hombre más rico y podían alimentar al resto de su familia durante un poco más de tiempo. Eran monedas de cambio, un trueque sencillo y práctico, siempre efectivo.

     Las mujeres de la nobleza se criaban en un proceso de latencia, aisladas de todo peligro, tejiendo o dando tranquilos paseos por los jardines de sus villas y palacios. Protegidas y a salvo. La infancia y la adolescencia se terminaban cuando el hombre al que habían sido dadas en matrimonio las tomaba, sajando su virginidad. Después eran madres y educadoras de sus hijos, y luego esposas hasta el día de sus muertes, rodeadas de comodidades y alejadas del mundo real.

     Las campesinas, por su parte, trabajaban hasta que el sol ensombrecía la piel de sus hombros o hasta que les dolían los brazos de tejer y lavar. Pasaban hambre y penurias, y con ellas toda su familia. Algunas chicas eran violadas a lo largo de sus vidas. Muchas, en realidad. Un grupo de hombres asaltaba una cabaña en el campo, mataba los animales, robaba las riquezas, apaleaba a los hombres hasta inmovilizarlos y tomaba a sus mujeres, por muy niñas que fueran. Durante la guerra, los soldados debían destrozar al enemigo: arrancarles la vida, tomar sus bienes y violar a sus mujeres. Si un hombre pillaba a su esposa siendo violada, solían acusarla de adulterio. Otras eran repudiadas por sus familias. 

     Las mujeres entonces eran cautas, sumisas, no protestaban. 

    Todas ellas.

    Pero más allá de las montañas y los mares, tras los muros de una fortaleza, nació una joven que lo cambiaría todo. Una noble en un mundo de miseria. Una mujer en un mundo de hombres. Luchando hasta el final. Por venganza. Por libertad.