Parte única

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Son las cuatro de la mañana cuando unos golpes débiles pero insistentes en su mejilla despiertan a Raoul. Gruñe al ver la hora en el reloj de la mesita, calculando que apenas ha dormido dos desde que llegó casa.

Había finalizado su tercera gira, y lo había celebrado por todo lo alto. Aunque, en realidad, no lo había disfrutado por completo. Agoney no había podido ir a verle, ocupado en casa cuidando de Iris, su pequeña niña. Ese pensamiento le trae de vuelta a la realidad, y sacude la cabeza mientras mira a su lado izquierdo.

La niña, de tres años recién cumplidos, mira al suelo. Tiene en sus manos ese estúpido peluche con forma de perro que Agoney le regaló, y que Raoul solo puede lavar cuando la pequeña no está en casa, porque cómo vas a meter a Bambi en la lavadora, Papi.

Es en ese momento, cuando Raoul nota que la niña no lo mira, en el que se da cuenta de que algo va mal. Iris es un rayo de sol, siempre sonriente y sin miedo de mirar a los ojos, enfrentándose al mundo con una sonrisa, de una forma que sólo los niños pueden hacerlo.

─ ¿Qué pasa, hija? ─ Intenta mantener la calma, no mostrarse nerviosa ante ella, pero una de sus manos busca por debajo de las sábanas el cuerpo que yace en el otro lado del colchón, zarandeándolo.

La niña no contesta, sigue mirando al suelo. Agoney se mueve y comienza a desperezarse con un gemido que, de estar en otra situación, hubiese puesto cachondo a Raoul. Porque así eran ellos: diez años y una hija después, seguían pareciendo dos adolescentes de tercero de la ESO, incapaces de no tocarse cuando están en una misma habitación.

Su marido se sienta en la cama, el pelo hecho un desastre, pero abre los ojos como platos al ver a su hija al borde de la cama.

─ ¡Dios mío, Iris! ¿Qué pasa? ¡¿Estás bien?! ¿Te duele algo?

Raoul pone los ojos en blanco, pensando que se esfuerza para nada. La niña se pone aún más nerviosa y les mira, alternativamente, aunque sin fijar la mirada en ninguno de los dos.

Se le llenan los ojos verdes de lágrimas, de repente, sin avisar. Y Raoul cree que se quiere morir. Se apresura a salir de la cama y cogerla en brazos, pero la niña solo reacciona llorando aún más.

Entonces, lo nota. Su hija está mojada. Casi quiere reír de alivio cuando comprende que la niña solo llora porque siente vergüenza, y su cara debe ser un poema, porque Agoney está empezando a hiperventilar sin entender nada. Le hace un gesto tranquilizador con la mano, y le sonríe con esa sonrisa que ya es sólo suya. Esa en la que enseña todos los dientes y cierra los ojos, sintiéndose el hombre más afortunado del mundo.

­─ ¿Qué pasa? ─ susurra Agoney.

─ No pasa nada. Se le ha escapado el pis.

Puede ver a la perfección cómo su marido se relaja: los hombros pierden toda la tensión acumulada en segundos, su mandíbula se afloja y su mirada se suaviza. Se levanta de la cama y la rodea, llegando a su lado. Le da un beso en la cabeza a Iris, aunque no puede evitar arrugar un poco la nariz al notar el olor que desprende la niña. La coge de los brazos de Raoul, todavía hipando por el disgusto, y la abraza contra su pecho.

─ Escúchame, bebé. No pasa nada. Vamos a darnos un baño caliente y luego puedes dormir con nosotros. ¿Qué te parece?

Raoul se acerca y le da un beso en la mejilla a su hija.

─ Voy a cambiar las sábanas y meterlas en la lavadora mientras tanto. Y no te preocupes, princesa. Es normal estar nerviosa antes de tu primer día de cole.

DESPERTARES DE MADRUGADA | ragoney (oneshot)Where stories live. Discover now