rosas entre cenizas

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Ya pasaba un mes desde que todo había llegado a su final, pero no al final felíz donde todo vuelve a la normalidad. No, esto no es así, aquí lo que había llegado a su fin era el mundo, la vida, el color. El piso se volvió cenizas, la piel se volvió pálida y delgada, la gente se volvió siega y sin vida.

Rose Thompson miraba en su deceso su brazo o más bien lo que quedaba de él, su húmero llegaba esta la mitad, su mano había sido devorada por el fuego de la casa que una vez fue su hogar. Su brazo hasta arriba del codo había sido desmembrado por la pared durante su salida de aquella casa, cuando el fuego empezaba a acercarse a su rostro pasando por su brazo como un puente, gritando como nunca mientras cada ligamento y nervio empezaba a desgarrarse en su intento de salvar lo que queda de ella.

Thomas Evans ya llevaba un tiempo sin comer, la comida nunca fue fácil de conseguir, todo había sido devorado por el fuego y la radiación del ambiente y lo que se podía comer, era muy escaso.

Su cabello negro había recibido un leve cambio color blanco en sus puntas, su piel blanca se pegaba a cada paso del tiempo a sus huesos, sus ojos verdes se habían vuelto rojos, la uña de su pie estaba negra por la llevar un buen tiempo descalzo. Sí, pie, sólo tenía uno, su pierna derecha había sido arrancada por un "infectado", mientras huía de la multitud de gente tomada por la radiación, uno de ellos lo alcanzó, lanzandolo a la acera y quitándole su extremidad donde tenía más talento para patear la pelota de fútbol.

Se había hecho un torniquete y se había cubierto la herida con un pedazo de cortina que encontró en una casa que logró sobrevivir a la explosión de la bomba. Justo ahora estaba ahí, encerrado en el sótano de ésta, arrodillado en una esquina para mantenerse tibio, a pesar de tener su chaqueta de cuero negra que a tenido desde mucho antes de el fin del mundo.

Su cabello rojo no cambió, a diferencia de que su piel, su ropa de escolar y sus zapatos hayan cambiando su tono a un negro profundo, a un gris sepulcral y a un blanco insípido. Su ojo derecho cambió de iris azul a rojo, su ojo izquierdo no lo podía utilizar, había recibido un corte de parte de uno de los infectados, un largo y grueso hilo de sangre corría por su mejilla, sin su ojo ni su brazo, hace ya poco había dejado de luchar por vivir.

Constantemente salía con la poca fuerza que le quedaba, apoyado por un brazo de un arbol que había encontrado para reemplazar apenas la ausencia de su pierna.

Al salir por la puertecilla que iba al exterior de la casa, se aseguraba de no hubiera infectados por esos lados. Luego de comprobar que no era así, salía sin poder contener sus quejidos por el dolor. Era siempre así, el silencio sepulcral que había era una buena señal, pero no se podía evitar el sentimiento de vacío y la depresión por la soledad.

Miraba a su alrededor, la fría ventisca que siempre estaba presente, el cielo gris, el sol como la luz de un interrogatorio, fría y pálida. La ciudad en la que alguna vez vivió estaba a tres kilómetros de distancia, los edificios grises y sin ninguna presencia, el fin del mundo, el fin de la humanidad, se evidencia cuando lugares en los que había sentenares de gente yendo y viniendo ahora se encuentran en completa soledad y sin señales de movimiento. A excepción de los infectados, gente que había sido atrapada por la nube de radiación de la bomba que calló aquel día en que Thomas había salido con su novia como un día absolutamente normal, sin siquiera pensar en el error que estaba cometiendo y una traición a una persona que había dejado de buscar.

Sus padres se habían quemado por la segunda ola de la bomba, la cual había sido una ola de calor que superaba los 60°, que terminó con su hogar y su querida madre y padre. Como había dicho, no salió ilesa de eso, su padre se dio cuenta de la ola antes de sentirla en su propio cuerpo, ordenandole a su hija que saliera de la casa en lugar de ellos, ya que no lo lograrían.

Rosas Entre CenizasWhere stories live. Discover now