El motivo de una sonrisa

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Cuando la tercera botella cayó al suelo y se derramó buena parte de su contenido, su reacción fue arrodillarse e intentar recogerla. En el intento se golpeó la cabeza con la mesa, producto de sus pocos finos movimientos que el estado de ebriedad le había dejado. Cayó, entonces, de bruces empujando, para su mala suerte, la botella un poco más lejos. La vio rodar y derramar el whisky por la alfombra persa que había cubierto esa área de su casa desde tiempos inmemoriables. Suspiró y al mismo tiempo hipó. Qué lamentable, se dijo, qué patético y lamentable eres.

Y mientras se lamía las heridas emocionales y se rendía a alcanzar su veneno favorito, la puerta del estudio se abrió de golpe. Tony levantó la cabeza dispuesto a echar de mala manera a quien hubiese entrado, pero las palabras se le ahogaron en la garganta cuando se dio cuenta que quien había cruzado el umbral, era nada más y nada menos que Steve Rogers. El capitán le sujetó con facilidad y le devolvió los pies a la tierra, aunque estos se asieron a ella precariamente.

Tony podía imaginar la mirada severa a la que era sujeto, pero por fortuna o no, su estado le permitía esquivarla fácilmente.

—Tienes que parar—le escuchó decir—, Tony no puedes seguir así.

—¡A ti qué te importa!—Dijo él y manoteó torpemente para librarse del brazo que aún lo sujetaba—¡Esta es mi jodida vida, déjame en paz, anciano!

Steve no respondió, no tenía intenciones de discutir con un borracho, sabía que era una necedad y una batalla perdida. Se contentó con dejarlo sobre el sofá y ofrecerle un vaso de agua, que, tal como era de esperarse, fue rechazado.

—Quiero whisky—terqueó, Tony.

—No hay.

—Si hay—Tony levantó la mano tambaleante y señaló hacía una vidriera donde guardaba sus botellas.

—No, Tony, ha sido suficiente. Mírate, ni siquiera puedes mantenerte en pie.

—Te repito que qué te importa— Tony hizo por bajar del sofá, pero las piernas no le respondieron y Steve volvió a retreparlo en él.

—Tony, por favor...

—¡Cállate! ¡Tú no entiendes nada!

—Tal vez, pero no puedo verte así.

—Cierra los malditos ojos, entonces.

—Tony...

—¡Déjame en paz!

Tony apartó el brazo del toque de Steve y se desplomó sobre el sofá. Dijo un par de improperios entre dientes, pero la embriaguez terminó su trabajo y se quedó dormido.

Cuando abrió los ojos de nuevo, era de día. El Sol entraba por la ventana de su estudio hiriéndole los ojos. Se quitó la manta que había puesto sobre él, y se levantó aún mareado del sofá para correr las cortinas. Le dolía la cabeza y tenía la boca seca. La resaca era terrible y pensó que un vaso de whisky podía aliviarlo. Caminó hacia la vitrina, pero antes de llegar, tropezó con la botella de la noche anterior, cayó sobre la alfombra y se dolió en ella como un animal herido.

—¿Qué estoy haciendo?—murmuró girando sobre su costado. Steve tenía razón, no podía seguir así, pero no podía detenerse, no podía. Todo eso era más fuerte que él.

Tenía ganas de vomitar así que se arrastró hasta el bote de basura a lado de su escritorio, y una vez que se liberó, se sentó en el suelo y apoyó la espalda en el flanco del mueble. Escondió el rostro entre las manos y sollozó. El llanto dio paso a la ira. La ira le dio el impulso para levantarse y destrozar su oficina una vez más, pateó los sillones, sacó los libros de sus estantes y los aventó contra la pared contraria. Y después, exhausto, se apoyó en un travesaño vacío del librero. Levantó la vista y entonces, le vio. Al fondo, oculto entre esos viejos libros pertenecientes a antiguos Stark, Tony encontró otro, más viejo y empolvado, olvidado tras los otros, como un apestado. Sus hojas amarillentas y su pasta gastada le provocó un extraño sentimiento de identificación, así que sin pensarlo lo tomó.

El motivo de una sonrisaDove le storie prendono vita. Scoprilo ora