Parte Única

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El día que morí, me informaron en el cielo, que mi destino era rotundamente pasar mi eternidad en el infierno. No me alarmé, de alguna manera sospechaba que así sería, solo que me entristecí al reflexionar sobre el hecho de que nunca hice nada bueno en toda mi vida.

No les diré la manera en que morí, en realidad es bastante graciosa, pero les daré un consejo: nunca beban con popote cerca de una tortuga, las condenadas tienden a ofenderse fácilmente.

Decidí afrontar mi suerte y me acerqué a Dios para preguntarle cuál era el camino más rápido para bajar al infierno. Pero Dios no pudo atenderme, estaba enfrascado en una calurosa discusión con la muerte. Ésta, le exigía, luego de varios años de servicio, la oportunidad de salir de vacaciones ya que estaba sumamente cansada y estresada. Antes Dios le permitía acabar con la gente mediante plagas y guerras, lo cual siempre es más rápido y efectivo; pero ahora tenía que valerse de medios más tardados como la diabetes o el alcoholismo.

El trabajo de la muerte, en realidad, no era tan sencillo, porque tenía que apegarse a una lista y buscar los medios posibles para que la persona cuyo nombre aparecía ahí muriera en la fecha y hora marcadas. Y si, por alguna razón, la persona seguía viva después del tiempo estipulado, a la muerte le descontaban de su siguiente pago una cantidad proporcional a lo que tardara en cumplir su misión.

–No puedo darte vacaciones –dijo Dios–. No hay quién te cubra. Nadie quiere hacer tu trabajo.

En ese momento yo intervine:

–Yo puedo hacer su trabajo –afirmé con seguridad. Dios y la muerte voltearon en seguida a verme–. No tengo prisa por ir al infierno, así que podría ayudarles con ese problema.

–¿No te incomodaría acabar con la vida de las personas? –preguntó Dios.

–Pues, trataría de no verme a mí mismo como un asesino, sino más bien como un experto en controlar la sobrepoblación –respondí tranquilamente.

Entonces, después de más de una hora de discutir acerca de los términos de mi contratación, llegamos a un acuerdo: yo tomaría el lugar de la muerte durante seis meses mientras ella se iba de vacaciones con sus amigas: miseria y sufrimiento. Al finalizar ese tiempo, Dios consideraría la posibilidad de dejarme como sustituto de la muerte y no descender al infierno, siempre y cuando cumpliera con dos condiciones: ocuparme de todos los nombres de la lista sin excepción y no encargarme de nadie que no estuviera en la lista. Si no cumplía con alguna de estas condiciones, el trato se anulaba y enfrentaría mi ardiente destino.

Así fue como conseguí el trabajo más extraño que tuve. Sin tener experiencia ni un título universitario, de la noche a la mañana me convertí en la muerte.

La primera vez que tuve que acabar con la vida de alguien no fue sencillo. El primer nombre en mi lista era de la señora María Gertrudis Salazar Villareal, una anciana de ochenta y cuatro años de edad con diez hijos y más de veinticinco nietos. Todos la querían mucho, pero su enfermedad le impedía disfrutarlos de forma plena. Así que, aunque en el fondo me hubiera gustado darle la oportunidad de seguir viviendo, entendía por qué su nombre aparecía en la lista y simplemente cumplí con mi misión. Debo reconocer que las lágrimas brotaron de mis ojos cuando, antes de quitarme de su casa, escuché que una de sus nietas le hablaba pensando que se había quedado dormida. Pero ya era demasiado tarde, el sustituto temporal de la muerte se le había adelantado.

Después de esa experiencia, el resto de la lista no fue difícil de cumplir. No tenía problema en acabar con narcotraficantes, violadores y vegetarianos. Tuve sentimientos encontrados cuando leí en la lista el nombre de Billie Joe Armstrong, uno de mis cantantes de rock favoritos. Estaba triste porque eso significaba que él ya no iba a seguir haciendo música, pero estaba contento de que al menos iba a conocerlo en persona, de una manera trágica y cruel, pero en persona.

Me volví tan bueno en mi labor que estaba al día con mis tiempos, no había tenido ningún retraso. Ya sólo me quedaba una semana para cumplir los seis meses y dos nombres en la lista. Y aquí fue donde todo se complicó.

Luego de acabar con la penúltima persona de la lista, de la cual no recuerdo su nombre, me fijé en el nombre de la última persona y que representaba el fin de esta aventura y mi oportunidad para no ir al infierno. Pero grande fue mi desdicha y profundo mi dolor al leer en la lista el nombre de la chica de la cual estuve enamorado y que, en vida, amé con todas mis fuerzas: María Isabel Hernández de la Cruz.

Tardé unos minutos en reponerme de la impresión. Me dio mucha tristeza saber que su tiempo en la tierra había llegado a su fin. Incluso me vi tentado con la idea de no hacer nada y dejarla seguir viviendo. Pero antes de tomar una decisión apresurada fui a la oficina del Jefe para averiguar en donde le iba tocar a María pasar su eternidad. El impacto fue mayor que el anterior. En el libro sagrado del Jefe, con letras rojas, a lado del nombre de ella, estaba escrita la palabra "Infierno".

Y entonces sí, enloquecí. Estaba aturdido y confundido. En parte no podía explicarme como alguien tan bella como ella podría haberse ganado un lugar en el infierno. Pero entonces recordé que a pesar de su indudable hermosura, no era del todo una buena persona, así como yo nunca lo fui.

Bajé a la tierra en modo invisible, como lo había hecho las veces anteriores. La busqué. Fui a su casa, pero no la encontré. Revisé en su escuela, pero tampoco estaba ahí. Necesitaba verla una vez más antes de decidir qué hacer. En vida, ambos nos entregamos el uno al otro y nos amamos con locura y pasión. Pero luego, como en toda relación, las cosas se complicaron y cada quién siguió su rumbo. Ni si quiera sabía si ella estaba al tanto de mi muerte, pero lamentablemente, yo sí estaba al tanto de la de ella.

Triste y desanimado por no haberla encontrado llegué a un parque y me senté en una banca. Los perros empezaron a ladrarme (es verdad eso de que ellos ven a los espíritus). Y entonces la vi, en la banca que estaba frente a mí, tomada de la mano de alguien más, sonriente y alegre, justo como yo la recordaba. En un instante ella pareció fijar los ojos sobre mí y yo sentí el calor de su mirada. Aunque seguramente ella estaba mirando algo más, yo tomé esa mirada como si hubiera sido para mí, como la despedida que nunca nos dimos y lloré.

Me acerqué a ella y, sin querer, la toqué. Ella sintió un escalofrío. Observé la manera en que miraba al chavo que estaba a su lado y la manera en que él la miraba a ella. Estaban enamorados, no había duda de ello. En ese momento, pude darme cuenta de que aún la amaba y sentí mucho coraje de verla tan feliz con alguien más. Sé que debí alegrarme por ella, pero lo cierto es que yo era un celoso y rencoroso de lo peor. Seguramente esa era una de las razones por las cuales mi lugar estaba en el infierno.

Me elevé con dirección al cielo sin saber qué hacer. Tenía solo tres opciones: dejarla vivir, acabar con la vida de aquel fulano o acabar con la vida de ella. Las primeras dos opciones incumplían el trato; y la tercera, la dejaba a ella en el infierno.

Finalmente, llegó el día señalado y luego de mucho meditar hice lo que consideré correcto: la maté. Así es, cumplí mi misión y acabé con ella, porque lo cierto es que no podía soportar la idea de que pasara el resto de su vida con alguien que no fuera yo. Pero no me juzguen, después de todo, su nombre estaba en la lista. Además, el amor es en verdad extraño y te hace cometer locuras y hacer sacrificios que nunca imaginaste que llegarías a hacer.

Ella, en efecto, murió. Su familia y su novio la lloraron. Ella llegó al cielo, donde le informaron que había sido asignada como suplente de la muerte y que estarían trabajando alternadamente: un mes la muerte y un mes ella. He oído que es muy buena en ese trabajo.

¿Y qué pasó conmigo? Lo cierto es que, después de acabar con la vida de María, decidí hacer la única cosa buena que hecho en toda mi existencia: le cedí mi lugar como sustituto de la muerte para que ella no tuviera que ir al infierno; porque lo cierto es que no es como lo pintan, sino mucho peor. Créanme, así es.

FIN.

La lista (o el día en que me convertí en la muerte).Where stories live. Discover now