Juró no aguantar un día más en esa maldita fábrica mientras aterrizaba en casa. Tiró la mochila jet contra la tv pared y se dejó caer boca abajo en el sofá. Una a una sus lágrimas se fueron perdiendo entre las fibras autoadaptables del cojín.
Caminó hasta el ordenador. El lector neuronal parecía tener problemas: no obedecía ninguna de las órdenes que él pensaba. "Estas máquinas baratas", sollozó.
Al final de aquel defectuoso incidente tuvo frente a sus ojos una pestaña encriptada en donde se leía el título "Fahrenheit 451°". Pie Jesu, Qui tollis peccata mundi, le cantaron sus auriculares.