Carne

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-¡Por la cresta mujer, te he dicho mil veces que me dejes ordenada la oficina! –Decía don Mario, enfurecido porque su esposa había perdido un libro que un profesor había dejado a sus alumnos para fotocopiarlo. A eso se dedicaba don Mario, a atender una fotocopiadora dentro de un liceo, con eso, creía él, debía alimentarse a él y a Laura, su pareja, con quien atendía el local. –Y a la próxima te pegó más fuerte a ver si vai a aprender.- Don Mario detestaba la vida con Laura pero, aunque le lastimara el orgullo, sabía que ninguna otra mujer lo iba a tolerar.

El susodicho era un hombre ya de edad avanzada, no con la suficiente como para dejar de trabajar ni tampoco para no llegar agotado de una media jornada de levantar pilas de papel y manejar intricadas máquinas fotocopiadoras. Lo que ganaba era más que suficiente para alimentar dos bocas y mantener un techo, pero aun así, vivía con carencias.

Don Mario era un hombre de vicios: el fútbol, los cigarrillos, las revistas pornográficas ya descontinuadas y, por sobre todo, el alcohol. Fanático empedernido no de las cervezas, sino del estado de embriaguez que este le significaba.

Como no es difícil de imaginar, era lógico que buscara cualquier insignificante excusa para beber. Como el sábado era su cumpleaños número cuarenta y tres, luego de haber golpeado a su esposa fue a su cantina predilecta para festejar. Ese martes veinticinco de octubre, don Mario salió de su casa a las once de la noche. La calle estaba oscura y él avanzaba con dificultad a través de las dos cuadras que lo separaban de su destino.-Ya te estábamos echando de menos, días que no aparecíai- No te pongai maricón igual que los cabros del colegio po huéon oh.- Andamos sensibles don Mario ¿Problemas en la casa?- Esta hueona de la Laura, ni pa hacerme comía sirve, hueón.- ¿Una chelita? La casa invita- Sírveme entonces. No solo el cantinero conocía a don Mario, sino todos los oficinistas deprimidos, trabajadores independientes frustrados y viejos amargados que acudían al taciturno lugar, sabían de aquel viejo escandaloso que cuando bebía demás les daba una exhibición de las peores conductas a las que puede llegar un ser humano derrotado en la vida.

Pasaron las horas, la una, las dos, y hasta las tres de la madrugada don Mario se quedó bebiendo. Hubiera seguido toda la noche si el cantinero no hubiese tenido que cerrar. Ya por su cuenta y apenas consiente, don Mario trataba, con lo que le quedaba de sí, recordar el camino de vuelta a casa. Evidentemente su condición no era la mejor, así que casi por obligación tuvo que seguir a su instinto.

Calles arriba, calles abajo, al este o al oeste, el único consuelo que le quedaba a don Mario es que, tenía tanto alcohol corriendo por sus venas, que no sería consiente de todas las barbaries que le ocurrirían de aquí en adelante.

Don Mario no tenía idea de donde estaba parado, -¿Qué tienen que andar hueviando a esta hora en la calle estas maracas?- fue lo último que dijo antes de divisar una sombra anónima que se aproximaba por su flanco izquierdo. Inmediatamente su corazón aceleró el pulso para reaccionar frente a un peligro inminente como representaba esa sombra, que no vaciló en darle un fuerte golpe con una pala en la nuca. A partir de aquí y hasta el día de mañana, don Mario solo vería fragmentos de su viaje: tres personas ponían el mejor de los esfuerzos para arrastrar su pesado cuerpo, la camiseta se le había subido y la espalda estaba rasgada dado el roce del suelo, un par de golpes con grifos y desniveles del pavimento, humedad en sus manos provocada o por un charco de agua o por vestigios de orines, golpes intermitentes en su cabeza por algo que parecían ser escalones, una especie de bodega oscura y fría, grilletes en sus manos, las mismas tres personas alejándose.

Cuando don Mario despertó supo inmediatamente que algo andaba mal, además de su ya familiar resaca. Tenía el cuerpo entumido y un ardor gigante en las muñecas. Luego de esto reaccionó y encajó las piezas, estaba prisionero en algún lugar desconocido para él. Muy confundido y, sorprendentemente para él, con miedo, comenzó a forcejear con el grillete que lo ataba al tubo de lo que parecía ser un desagüe, pero lo único que consiguió fue hacer más fuerte el dolor. Desesperado, comenzó a golpear el tubo estrepitosamente, gritando y maldiciendo, con el fin de escapar de sus desconocidos captores, que apenas recordaba. Pasados varios minutos y ante la rigidez del tubo, don Mario comenzó a extremar recursos y llegó a pensar en cortarse la mano como en aquella película de terror que había visto en su adolescencia, pero llegó a la conclusión de que estaba perdiendo la cabeza, tal vez por el hambre, tal vez por el miedo, que cada vez más se hacía presente, aplastándole el pecho como un pie aplasta un bote de basura.

CarneWhere stories live. Discover now