Prólogo

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La estancia que antaño le parecía plácida y relajante, ahora se le hacía aterradora; los cuadros bélicos, los bustos de reyes antiguos, las lámparas doradas llenas de pequeñas velas crisálidas que brillaban mágicamente sin fuego... todo parecía acusarle. Le acusaban por tiranía, por ignorancia, por inhumanidad; le acusaban por estúpido y crédulo. Rodeado de aquello que había atesorado hasta hacía no pocas noches, cuando su credulidad le hacía sentirse seguro tras los muros de su palacio dorado, trataba de aceptar su destino inexpugnable.

Sin valor, sin la impunidad de la corona, ¿qué era salvo otro hombre? Un hombre equivocado que tomó decisiones equivocadas por su propio bien y no por el bien del pueblo. Sentado frente a su ostentoso escritorio dorado, con la cabeza gacha mirando las mangas de la camisa de hilos de oro y seda que se había convertido en un harapo, todo le parecía ridículo e irrisorio; no era más que un mendigo vestido de piedras preciosas, sangre y oro. ¿Cuántos días habían pasado en ese silencio nacido de la muerte de sus allegados? ¿Cuántos silencios de sus captores tuvo que soportar hasta ahora? ¿Cuánto tiempo tuvo que pasar para que él mismo firmara su propia condena de muerte?

Escuchó el ruido de las bisagras al abrirse la puerta de la habitación: su verdugo había llegado. ¿En qué momento la revolución se le había salido de las manos? ¿En qué momento las protestas del pueblo llano de habían convertido en baños de sangre para la nobleza? Ni sus hijos de cuna se habían salvado de la ira del campesino y del hombre de a pie. Maldijo a las naciones amigas que le habían dado la espalda, maldijo a los nobles revolucionarios, maldijo a la nación que les había abierto las puertas de la victoria a los campesinos armados con hoces y palos. Maldijo a Phaustus VII, su homólogo de Valach, quien había financiado la caía de su reino. Maldijo a aquel hombre que cruzaba el umbral, quien le había puesto la pluma y la tinta frente a él, con la que tenía que aceptar su propia muerte.

–Llévenlo a la plaza. Es hora de su juicio. –Esa voz inhumana le había dado la sentencia, sin remordimientos ni compasión. El rostro  de su verdugo estaba oculto bajo una máscara oscura, tan apersonal, tan distante y frío ante la muerte de quien era el hombre más poderoso de aquel país, la única prueba de la humanidad de aquel ser era su voz, aquel suspiro apenas audible que sólo era metal contra viento, como la melodía de un órgano de catedral. Allí entendió el peso de las palabras, el dolor de lo oral naciente de quien posee el poder.

Sintió cómo un soldado lo levantaba bruscamente de la silla, trató de afrontar la humillación con dignidad, sin embargo, sentía como sus piernas temblaban cada vez más. Ese era el miedo al cadalso que todos los hombres que él mismo había mandado por aquel camino habían sentido, hombres con menos suerte que él quienes, antes de su humillación pública, se habían enfrentado a la crueldad y el dolor de la tortura.

A su espalda, sintió como sus muñecas eran apresadas bajo unas cadenas y aseguradas con un candado; los talones de los pies desnudos también, como si él fuese un criminal peligroso dispuesto a morir en el escape antes que frente a la horda de campesinos furibundos que le esperaban. La idea le pareció tentadora y dulce, sin embargo, nunca se atrevería, pues estaba consciente de su propia cobardía.

Los pasos hacia el carruaje que le llevaría a la plaza principal de la ciudad se le hicieron pesados y cansinos. Se sintió como un animal al que sacrificarían en una ofrenda a los dioses, se imaginó a si mismo siendo descuartizado por la muchedumbre como los corderos del día de la ascensión de Od. Ya sobre el carruaje, sentado junto a su escolta, se dio el lujo de llorar en silencio. Lloró todo lo que la dignidad que le quedaba le permitía, sintiéndose sucio y cobarde por permitirse aquel lujo que a los reyes se les estaba negado.

En poco tiempo llegó a la plaza principal, la plaza del templo a Efestus. El ruido de la muchedumbre desvaneció la poca valentía que le quedaba. Las cientos de voces gritando por su muerte, pidiendo su cabeza, deseando que Walche le enviara al inframundo plagado de castigos le hizo estremecer. Ese era su pueblo, el que el día de su coronación le ovacionaba arrojándole flores a su carruaje, y el que hoy le arrojaba verduras pútridas a la voz de: "esto es lo que nos obligaste a comer".

¿Cuándo exactamente empezaron a odiarle? ¿El día que la bendición de los dioses le fue arrebatada? ¿El día que nació su hija maldita? ¿El día que envió a Reginleif a su enclaustro? Quizá fue el día en que decidió hacerle caso a esa bruja maldita que ayudó a engendrar... Sí, fue todo culpa de la hechicería de Reginleif, de ese monstruo maldito que le arrebató a su verdadera hija. Todo era culpa suya y de su indecisión... ¡si tan sólo la hubiese matado! ¡Si tan sólo la hubiese asfixiado en el momento en que su maldita persona llegaba al mundo!

Bajo el rictus de la ira, su rostro fiero de por sí adquiría un matiz mucho peor, como el de un demonio encarnado; odiaba a todos, a los plebeyos ignorantes que habían destrozado su reino, a los reinos que le habían dado la espalda, a los nobles, a los campesinos, a su esposa, a sus hijos inútiles, a su hija maldita, a sí mismo por no matarle; a los cielos y a los infiernos, les odiaba a todos con el fuego de su alma y cuerpo, les odiaba al punto de querer explotar desde sus entrañas y llenarles de ese odio para siempre.

Assarad III odiaba al mundo entero, cómplice de su desgracia y de su ineptitud.

El carruaje se detuvo en algún momento, mientras él se sumía más y más en su ira; aquellos gritos de odio pidiendo por su muerte guardaron silencio ante sus propios gritos y maldiciones internas. Con cada fruta podrida golpeando su cara, con cada escupitajo cayendo a sus pies, el hombre que antaño era el rey de aquel pueblo furibundo se alejaba más y más dentro de sí mismo. Al final, llegó al cadalso construido en medio de la plaza principal lleno de manchas multicolor y con los pies desnudos, sangrando. Mirando al horizonte, aún en el mundo de ira construido por él mismo para sí mismo, pudo escuchar a la lejanía la voz del verdugo leyendo los cargos.

–Assarad III, ex monarca de Estalis, se le acusa de esclavitud, de tiranía, de adulterio e incesto con su propia hermana e hijas, de llevar a la quiebra al reino a través de la práctica de hechicería prohibida, de auspiciar en el reino a una bruja maldita, de afrentas contra los dioses benevolentes y de sacrificios humanos al dios maldito. Bajo las leyes democráticas del nuevo orden parlamentario, se le ha enjuiciado en un tribunal popular y se le ha encontrado culpable. – El verdugo, de voz poderosa como un trueno y dulce como la miel, calló un momento ante las exclamaciones de la muchedumbre. Levantando una mano, como lo haría un director de orquesta, acalló los gritos de rabia y sed de sangre.

–Siguiendo los estatutos internacionales, y encontrándole culpable de los cargos enumerados anteriormente, se le condena a la muerte por decapitación; asimismo, se le da al acusado la oportunidad de dar su último testimonio antes de cumplir la sentencia.

La masa compuesta de campesinos, comerciantes y nobles traidores se fijó en Assarad; los murmullos, semejantes al zumbido de las moscas ante la fruta, taladraron los oídos del ex emperador. Lo único que deseaba era que se callaran, que dejaran de mirarle, que todos murieran junto a él.

– ¡TODOS ARDERÁN! ¡ARDERÁN CONMIGO EN LOS INFIERNOS! ¡Miraré sus rostros gritando y llorando mientras me follo a sus hijos e hijas! ¡Renaceré en la ira y el fuego mientras ustedes se pudren conmigo en las llamas de Walche!

Silencio tras sus palabras llenas de odio; luego, gritos, abucheos, gente intentando saltar la valla de guardias alrededor del cadalso para hacer justicia con sus propias manos. Y entre todo aquello, uno de los guardias que había acompañado al paria que debía ser ejecutado bajo la guillotina, le llevó hasta su destino. Assarad sintió dolor cuando le obligaron a arrodillarse ante la hoja afilada que pendía del dispositivo frente a él. Se sentía extrañamente calmado, extrañamente aliviado; el temor a la muerte, el odio, la furia que sentía se desvanecían con cada movimiento que le obligaban a hacer. Así, acuclillado, su cabeza fue puesta sobre la madera mientras sus lágrimas de alivio caían; esta vez, él no sentía vergüenza por ello, ni angustia. Entonces, con un silbido y el silencio de la muchedumbre, el mundo se puso al revés, la oscuridad llegó y el peso que traía sobre sus hombros se desvaneció. No más dolor, fue lo último que pensó. 

La bendición de ValachWhere stories live. Discover now