La mancha roja.

117 5 1
                                    


Cuando tenía ocho años, conocí a mis nuevos vecinos. No entendían bien mi idioma,ni mucho menos yo el suyo, sin embargo, lograban comunicarse conmigo con atasco, y una que otra seña apurada. 

Uno de los hijos de mis vecinos tenía por nombre "Leandro" y no tardó mucho para que, a través de tardes impregnadas de acuarelas y acuerdos implícitos de maldades inocentes, nos convirtamos en mejores amigos.

Aprender siempre había sido mi principal fuerte, me encantaba observar a las personas cuyo trabajo era encantador,y extraía cada detalle sobre cómo podía llegar a crear una mejor versión de mi misma. Me las ingeniaba, cada tarde en la salida de la escuela para colmar mis manos de golosinas, las cuales conseguía fácilmente del almacén de mi madre, y alzaba la mano, llamando a mi amigo, sabiendo que acudiría a mí gustoso por enseñarme a dibujar a cambio de golosinas. Éramos buenos comerciantes. 

Los viernes, la rutina no era la misma, no sólo nos limitamos a llenar cuadernos, sino explotaban el barrio entero, con la ilusión de encontrar piedras brillos o alguna que otra naranja caida, pero aquel día recuerdo haberlo visto tan lejano y cortante, parecía llevar un agujero negro en sus ojos,  y las manos !e dolían de una forma extraña,  pero decidió no contarme mucho y volver a casa.

Parecía ser que estando en el segundo grado nunca llegaría al cuarto, como él. Me faltaba mucho, y cada vez que lo observaba por la ventana, lo veía apartado, sabía que sus compañeros se distanciaban, y lo ignoraban, incluso solían hablar con el rostro despectivo, como si hubiera algo que lo hiciera despreciable. Nunca llegué a comprender el hecho de que alguien no quisiera tener un amigo como él.

     Leandro tenía rasgos diferentes, su piel era morena como la del maní, los ojos marrones y descocidos y el cabello más lacio que vi en mi vida. Su idioma era extraño, pero divertido, me había enseñado pocas palabras que con el tiempo borré, según siempre decía, venía de un grupo al cual solía llamar tribu, pero tuvo más suerte que los demás, yo solo sonreía sin comprender. Para mí era como un hermano, y su madre, cuya piel blanca me hacía pensar en la nieve, tenía las manos con la dulzura de un pianista enamorado, con las cuales nos ofrecía pan casero al vernos desgastados de jugar.

Un 19 de abril, todos los alumnos salieron temprano de la escuela aprovechando que la tormenta se había calmado, para algunos era razón de susto y llantos, nosotros, sin embargo, solo veíamos diversión. Tomamos entonces el camino de tierra más resbaloso y largo. La brillante lluvia había culminado su acto principal, dejando ante nosotros un telón abierto al escenario principal. Corríamos empapando nuestros zapatos y sujetándonos uno del otro, sin tener noción del tiempo, y de fondo, como transparente, escuchamos un sonido devastador. Comenzamos, entonces, a rebuscar entre las plantas de los costados, hasta encontrar por fin a un pollito negro cuyo cuerpo temblaba imparable de frío y miedo. Sus patas estaban atoradas porque alguien había dejado en ellas un hilo largo que se enrollaba por las ramas.
Ese día llevamos de prisa al pequeño a nuestros hogares, a pesar de ello, tuvimos que recurrir a una casa pequeña y abandonada, ya que nuestros padres decían que podría estar enfermo y el ruido les parecía bullicioso. Lo envolvimos con ropa vieja y juguetes, Leandro se había encargado de quitarle el barro que llevaba pegado a la cara, así como de alimentarlo con los granos que conseguí, mientras nuestro nuevo amigo parecía renacer con el calor de nuestro cariño. Pensamos entonces en que amábamos a ese animalito, y amaríamos también a otros pollitos, o probablemente a cualquier otro animal.
La mañana se había presentado fuerte y decidida, mi amigo llegó con una caja grande de cartón, había confeccionado un plan para salvar a la madre del pollito, al igual que a sus hermanos. Todo estaba preparado y mi misión era únicamente decir que él saldría más tarde de la escuela porque así se lo pidió la maestra. Le di mi blanca polera de algodón con la que podría secar a los demás. Ya nadie los vería como menos.
Por la noche, Trinidad, la madre de mi amigo, preocupada aplaudió en mi casa para preguntar por qué Leandro aún no había ido a cenar. No supe qué responder, él no debía tardar tanto, y tuve que traicionarlo para decir la verdad.
Ella fue a buscarlo, pálida y apresurada, yo me senté a esperar en el árbol más bajo de mi casa. Muchas personas pasaron por el camino, primero vecinos, luego bomberos, así que fui corriendo al lugar donde habíamos encontrado a Clivo, tal vez se habían maravillado de lo que pensábamos crear.
Dicen que los colores llevan consigo recuerdos y significados, en mi caso, las dos cosas. Apreté en mis manos heladas mi abrigo, que él había llevado, manchado con sangre roja como el de aquellas grosellas que solíamos tomar por el camino.
Alguien había creído que era un ladrón, y mi mejor amigo se desvaneció junto al frío, llevándose todas las historias que nadie más podría contar. Lo creyeron ladrón, a él, que solo soñaba liberar, porque al igual que yo sintió el corazón de un cuerpo inocente latir con rapidez contra su pecho, el juicio injusto de un par de personas ignorando el hecho de que nadie elige de qué especie o raza nacer, que si así fuera, elegiríamos ser menos diferentes, porque, aunque lo diferente es un misterio, nadie parece querer descubrirlo, y lo tacha de despreciable o desea usarlo como si no existiese valor alguno en él. Sólo las cosas podrían ser robada, nosotros sabíamos que los animales no eran una cosa.
Leandro se convirtió entonces en una mancha de acuarela roja sobre lienzo blanco. Quebrantando el silencio sobre toda forma de falsa injusticia. Se fue enseñándome que hay vida más allá de aquello que ignoramos, que un nuevo mundo comienza construyendo todo aquello que otros han destruido, y que sin importar qué te digan, lo que está mal estará mal, aunque una gran mayoría lo haga.


La Mancha rojaWhere stories live. Discover now