Hadas y magos.

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Nací en Buenos Aires, Argentina, el 19 de junio de 2002, dos días antes del inicio de la estación invernal. Este número, 19, coincide con el cumpleaños de mi padre, el cual es el 19 de octubre. La coincidencia se repite con mi hermana y mi tía. Ambas cumplen años el día 23 -mi hermana en diciembre y mi tía en septiembre-.

Poco sé de mis primeros años de vida. Todas las memorias que me quedan de esa época son dictadas por mis padres, verificadas con fotografías y/u otros testigos de los episodios. Como que, por ejemplo, de chica, comiendo un postre para niños, compartía la cuchara con la perra de mi madre, que me cuidó desde que nací -ya no está con nosotros puesto que falleció debido a su edad-. Ella me lo contó de la siguiente manera: comía una cucharada yo, y, acto seguido, le daba una cucharada a mi cuidadora canina, lo que se volvía un bucle hasta acabar con el yogur de frutillas.

Otro escenario vivido ocurrió una vez que, persiguiendo a la perra por el patio -cuyo nombre fue Zdenka- para darle una empanada ya fría, me tropecé y caí al suelo, con la mala suerte de golpearme la cabeza con un ladrillo que se hallaba casualmente tirado donde me accidenté. Tuvieron que llevarme de corrida al hospital, donde, después de limpiarme la sangre, me dieron varios puntos en parte delantera de la cabeza. Hoy en día recordamos eso y nos reímos, como hacemos prácticamente con todos los escenarios vividos en esta familia.

Entré al jardín de infantes nº 905 a los dos años y medio, porque, según tengo entendido, la diferencia de edad para entrar en un año u otro se cumple el 30 de junio, y como mi cumpleaños es el 19, digamos que por 11 días entré al jardín en el año 2005 y no en el 2006.

La estadía en el jardín se dividía en tres salas de colores: rosa -la más baja y, por lo tanto, la primera-, celeste -la segunda- y verde -la última y la más alta-, aunque en el turno de la tarde el color de la sala rosa era reemplazado por amarillo. De las dos primeras salas no recuerdo mucho, sólo que conmigo estaban 3 personas que me acompañarían hasta la escuela secundaria. Todavía era muy chica como para acordarme de algo. De lo que sí me acuerdo es de la sala verde -la última-: rememoro el hecho de que nos hayan introducido en el mundo de la escritura. Nos enseñaban el abecedario y cómo suena cada letra, para que, al entrar en la escuela primaria, sepamos lo más básico. Yo llevaba un cuaderno verde oscuro de tapa dura con relieves de telas de araña, me acuerdo perfectamente. También tengo en mi cabeza la imagen de un chico, el cual desconozco su nombre, que era muy distante conmigo, y que parecía caerle mal, porque siempre me miraba feo, con el ceño fruncido, y me sacaba la lengua. Ya saben, lo típico de un nene de 5-6 años.

Para el acto del 25 de mayo -que es una fecha patria en Argentina, ya que es el aniversario de la Revolución de Mayo de 1810, que inició el proceso de surgimiento del Estado Argentino- nos teníamos que disfrazar de vendedores ambulantes, con velas colgadas con hilos atados a palos, o baldes simulando hacer de lechero, etcétera. Yo, claramente, elegí ser lechera. Estaba contenta hasta que, en pleno acto, uno de los baldes se salió del extremo del palo de escoba que lo sostenía en el aire. Me puse a llorar de tal manera que sentí que me miraban feo por haber arruinado el acto. Pero eramos chicos, y se sabe que los chicos tienen un corazón de oro, por lo que, si no me equivoco, algunos de mis compañeritos de sala fueron a consolarme. Me recuperé al poco tiempo e hice como si nada hubiera pasado.

Tenía muchos amiguitos, pero había una chica en especial con la que siempre estaba. Su nombre es Brisa, y me acuerdo muy bien de ella porque no sabía pronunciar la letra M. Cuando quería referirse a mí de alguna manera, lo hacía por un intento de nombrarme correctamente. Mi nombre, para ella, era Nica. Aunque nunca me importó si hablaba bien o mal.

Para el acto de fin de año -el acto más importante-, nos dijeron que teníamos que disfrazarnos de hadas y magos. Obviamente, la maestra jardinera nos preguntó en general quiénes querían ser hadas y quiénes querían ser magos. Las nenas levantaron las manos, súper contentas por llevar vestidos de tela barata y alas de alambre. Mientras que los varones copiaron la conducta al escuchar la palabra "magos", encantados de conocer los secretos de la magia que, al fin y al cabo, terminan siendo solamente ilusiones. Brisa y yo también levantamos las manos, pero no por la primera opción, sino por la segunda. La maestra se sorprendió, me acuerdo, porque nosotras eramos nenas y era raro que prefiramos llevar pantalones antes que un vestido corto.

No fue más allá que una sorpresa para la maestra jardinera, porque terminamos, ambas, con ropa negra, una capa de tela económica y sombreros hechos de goma eva, con un compartimiento dentro de ellos, también negro -como los sombreros, típicos de magos-, que escondía una pequeña cantidad de pañuelos de colores amarrados, uno seguido de otro. Estábamos contentas, que es lo que importaba.

Esta etapa de mi vida finalizó sin muchas emociones. Terminé recibiendo un diploma que certificaba que había terminado el jardín de infantes. Tampoco me acuerdo de mucho más, ya que apenas tenía 5 años.

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