1. Ridículo

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Escenario desconcertante

Para Sherlock Holmes, el único detective consultor del mundo, el estar aburrido implicaba muchas cosas.

No solo significaba que el resto del día estaría de muy mal humor y lo descargaría con la malgastada pared de la señora Hudson (ya con varios agujeros de bala); sino que también acarrearía un gran desperdicio de energía que bien podría emplear en la resolución de un crimen. Pero que estuviera aburrido significaba eso justamente: no había casos por resolver.

Y si no había casos por resolver, todo ese gran intelecto y obstinada energía eran desperdiciados, finalizando en Sherlock Holmes, un sociópata con muchas habilidades, aburrido y, por consiguiente, a solas con sus propios pensamientos y razonamientos sin rumbo fijo. No estar centrado en algo era lo peor que le podía pasar al detective, en su opinión. Tener todas sus ideas dispersas y sin rumbo fijo no le traía ningún bien, menos aún a sus allegados.

Para la mala suerte de John (o tal vez todo lo contrario), era uno de esos días y él no estaba en casa.

Sherlock no podía creer que Lestrade todavía no había entrado por la puerta solicitando su ayuda como era muy usual a lo largo de la semana. El detective daba golpecitos con el índice sobre el sillón apresuradamente en clara señal de exasperación. No podría tardar demasiado, seguro en unos minutos ya estaría ahí.

Sherlock se preparaba para saltar del asiento en cuanto escuchara los pasos del inspector en el recibidor, ni siquiera lo dejaría subir las escaleras, lo interceptaría mucho antes para comenzar de una vez por todas con cualquier caso que Gavin tuviera para él.

Pero los minutos pasaron y la frustración del detective no hizo más que aumentar. Se paró de inmediato y se alejó de su posición hasta la ventana donde pudo obtener un buen panorama de todo Baker Street, mas ninguna silueta pareció tener intenciones de cambiar el estado de la desierta calle a una concurrida (y, por lo tanto, a una medianamente interesante).

Sherlock Holmes resopló con claras muestras de fastidio en el rostro y estuvo a punto de darse la media vuelta para tratar de distraerse con algo más (¿dónde había dejado la pistola? Tendría que buscarla, John siempre movía todo) cuando dos figuras se acercaron a paso sosegado por la vereda.

Eran una mujer y un hombre, la primera iba aferrada al brazo extendido del segundo mientras ambos sonreían y compartían tal vez algún chiste o chisme habitual. No eran de la zona; el hombre bordeaba los treinta y la mujer los cuarenta; Sherlock había deducido que él viajaba seguido, probablemente representando alguna firma comercial; ella en cambio tenía las cualidades de una maestra. Tampoco iban a un lugar específico, habían terminado a parar ahí por cosas del destino, y no parecía especialmente que...

Ambos frenaron la velocidad de sus pasos hasta casi detenerse y entonces Sherlock observó con gran precisión como el hombre tomaba la mano de la mujer con delicadeza, la miraba firmemente por unos segundos y era ella quien, tras una sonrisa, acortaba el espacio entre ellos para juntar sus labios en un beso.

El detective vio la escena impávido en su lugar, queriendo apartar la mirada, pero sin hacerlo. Tan solo parpadeó cuando las siluetas se alejaron a lo lejos y desaparecieron de su vista, dejándolo con cierto brillo inquisitivo reflejado en sus ojos.

Ciertamente había visto antes muestras de afecto, aunque nunca con tal detenimiento, ni cercanía y el haberlo hecho tan solo hacía unos segundos atrás de repente le había despertado curiosidad; había logrado llamar su atención aunque la razón la desconocía.

El aburrimiento de antes parecía haberse esfumado, dejando a Sherlock Holmes con algo más rondando su mente. Algo que no sacaría de sus pensamientos hasta que llegara al fondo de ello.

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