Anhelos de ceniza - Ventisca de sangre

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El silencio. El silencio de las almas muertas era todo lo que quedaba. El viento azotaba la cara de la joven, derrotada sobre el suelo gélido, con su mejilla derecha descansando sobre el más frío e inerte de los suelos. "La ventisca", pensó, "esta vez no hemos podido con ella". Claro que, ¿de qué ventisca hablaba? La aldea montañosa de Xeros era frecuentada por grandes temporales de nieve una vez al año, solían cobrarse la vida de dos o tres acrenses (habitantes de la Gran Cordillera) en los peores casos, sin embargo... Mucho distaba el panorama en la aldea de las ventiscas a las que estaban acostumbrados, la chica aún no había conseguido levantarse pero sabía en su interior que ya no quedaba vida alguna en lo que había sido su hogar, ¿realmente había llegado la Última Ventisca de la que hablaban las leyendas? Quizá sí, pero sólo tomado como concepto metafórico, pues solo había un olor que acompañara al de la nieve: el de la sangre. Llegaba la hora de levantarse, de reunir suficiente coraje como para vencer al terror que invadía a Kena, los huesos apenas le respondían y pronto pudo notar una hemorragia en el vientre "la ventisca no lleva cuchillos... la ventisca siempre llega desarmada", a no ser que la ventisca fuera humana. Entre dolores y flaqueza la joven Kena consiguió apoyarse en el poste de una cabaña a su lado para mantenerse en pie. Era hora de abrir los ojos. Era hora de ser testigo del último aliento de su familia y amigos. La visión fue, extrañamente, tranquilizadora, es como si poco a poco le estuvieran llegando recuerdos borrosos de un terror indescriptible del que ya solo quedaba el silencio. En efecto ella no recordaba lo ocurrido, pero de algún modo, el sufrimiento había sido tal que esto, lo que estaba viendo, era lo que había querido: que pasara todo, que callaran todos. Los cuerpos sin vida, aún irreconocibles para la chica, descansaban en diversos rincones de la aldea, niños, adultos e incluso los inocentes cruinnes, unas pequeñas criatura, redondas y peludas que habitaban las áridas montañas desde que se tiene constancia del tiempo y que formaban una parte indiscutible de cualquier familia acrense, en algunas aldeas llegando a ser considerada sagrada. Ya no quedaba duda, los cruinnes eran criaturas polares, podían sufrir bajo ventiscas muy fuertes pero nunca morirían, ello y la sangre despertaban en la niña montañesa una incertidumbre que nunca habría podido resolver. Kena sólo había visto sangre una vez en su vida, cuando su madre sufrió un corte mientras partía algo de queso y el sabio de las hierbas le proporcionó un remedio. Ahora estaba por todas partes, ¿se habían cortado todos haciendo queso? Pensó, con la inocencia que caracterizaba a una niña de nueve años que nunca había abandonado la paz de Xeros. Había escuchado algunas veces a los mayores hablar sobre "el armisticio", pero ella sólo sabía que era un pacto muy antiguo, de cuando los cruinnes aún vivían en las tierras llanas, y que era la razón por la que en el pueblo nadie tenía armas, claro que, nadie nunca le explicó a Kena lo que era un arma. 

El viento árido atizaba la cara de la niña, silbaba entre los árboles une melodía melancólica, una melodía vacía que solo ella podía ya escuchar. Tenía que moverse, intentó avanzar dos pasos hacia un cuerpo recostado en la cabaña de en frente, inmediatamente se llevó la mano al vientre, donde sintió un pinchazo gélido, aún así, siguió avanzando hacia el cuerpo. Era sencillo, ¿no? Andar era fácil, siempre lo hacía con su madre, andar era lo más fácil del mundo, ¿por qué iba a dejar de serlo entonces? Avanzó un paso, luego otro, tras otro, hasta que estaba cara a cara con la persona que descansaba sobre los escalones. Kena le retiró algunas pieles de la cara. Era Clobair, hijo del anciano Clobair que ya no podía trabajar y había dejado paso al joven. Ambos eran pastores de cruinnes, se encargaban de realizar expediciones fuera de la aldea para rescatar a los animales huérfanos y añadirlos a la gran familia de cruinnes de Xeros, la más importante de la Gran Cordillera, decían. La joven sintió una enorme rabia mientras las lágrimas caían de sus ojos "¿Quién va a cuidar de ellos ahora...? p-porqué te has tenido que cortar? Torpe, más que torpe" titubeó. Tenía que ser una pesadilla, no tenía sentido que todos se hubiesen cortado al mismo tiempo, ¡incluso ella misma! No podía ser, Kena no entendía nada, simplemente no podía entenderlo. Un temblor comenzó a recorrer todo su cuerpo cuando miró hacia la izquierda, y no era por el frío. Había visto su casa, donde tenían que estar su madre y el peludo Grad, el cruinne de su familia. No quería ir, sabía que, fuera lo que fuera lo terrorífico que había pasado, era muy probable que también ellos lo hubiesen sufrido. Sin embargo, un repentino sentimiento de valentía invadió a la niña, tenía que ir a su casa, alguien tenía que ser testigo de lo que había pasado, alguien tenía que hacer compañía a su madre y a Grad una última vez, no podían quedarse solos, en el frío y el vacío. Sí, tenía que ir hacia allí, no podía abandonarlos. Sostuvo con sus dos manos la herida de su vientre y todo su miedo para empezar a andar de nuevo, besó la frente fría de Clobair a modo de despedida y dio el primer paso sobre la nieve, luego venía el segundo, luego... *crack* Algo sonó detrás de ella, ¿una rama? Demasiado tarde, sintió algo en la parte trasera de su cabeza y cayó, de nuevo, sobre la nieve.

"Lo siento pequeña. Nos vamos. Rumbo a Melanidria."

Los afluentes de Guipar: del cobalto a la obsidianaWhere stories live. Discover now