La niña de la ventana

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Sasha se acababa de mudar a la ciudad. Apenas llevaba una semana en su nueva casa, por lo que no conocía a nadie en el barrio, en su edificio.

Le había costado mucho esfuerzo subir hasta el cuarto piso todas sus maletas y cajas que conllevaba un traslado. Prácticamente toda su vida se encontraba en paquetes no demasiado grandes, pero si pesadas. Para más complicación, las escaleras eran larga, oscura y poco uniforme. La cantería de las paredes no ayudaba. Tampoco el pasamanos de madera medio podrida que no paraba de bailar al más mínimo golpe de aire.

"Menudo tiempo para mudarme." Pensó.

Era invierno. Durante todos aquellos días había estado lloviendo. El sol no había conseguido romper las nubes ni un instante durante aquellos días. El viento había abierto las ventanas, que tenían la misma calidad que la baranda de las escaleras, en más de una ocasión.

Allí siempre hacía frío. La corriente se colaba por algún lugar de la casa, aunque Sasha no podía detectar exactamente por dónde.

Kit, su gatita, no paraba de corretear por toda la casa. Todavía era una cachorrita y no paraba quieta. Era una gatita tierna, cariñosa y lista.

Sasha tenía que darse prisa en terminar de colocar todos sus enseres. Apenas le quedaban siete días para empezar sus clases en la universidad. Se acababa de matricular en el primer curso de enfermería.

Aunque llevaba ya una semana en aquella casa, aún le quedaban muchas cosas por hacer. La casa estaba muy sucia y desorganizada cuando entró a vivir allí. Por muchas horas que le dedicaba, el trabajo que había que hacer en ella, no disminuía.

Cada mañana bajaba a por el pan y a comprar las cosas más necesarias para la alimentación diaria. Se sentía con suerte al tener un supermercado cerca de casa. No conocía la ciudad como para saber moverse bien por ella. Cada día, se cruzaba con una vecina de unos ochenta años que vivía sola en la planta baja.

­_Buenos días. – La saludaba. – Qué alegría tener gente joven por aquí de nuevo.

_Buenos días. – Contestaba siempre Sasha dedicándole una sonrisa.

No tardaba mucho en regresar a casa. La mujercita mayor siempre estaba en la puerta de casa, como si quisiera compañía.

Se pasaba las horas del día limpiando. Las noches las aprovechaba para ver la televisión o leer un buen libro escuchando música. Le gusta ponerse en un sillón color crema junto a la ventana. Ese butacón olía a tabaco rancio y a colonia de flores y, aunque le resultaba un poco incómodo toda esa mezcla de aromas, le gustaba sentarse en él. Era cómodo.

Muchas noches se quedaba ahí sentada hasta prácticamente el amanecer. Leía y escuchaba música; escuchaba música y leía. A veces miraba por la ventana.

El edificio de enfrente estaba habitado casi al completo. Solo quedaba un apartamento por habitar. De él entraba y salía gente a todas horas. Lo veía Sasha constantemente. Aunque a ella solo le interesaba el apartamento que estaba deshabitado.

Había algo en esa casa que le llamaba potentemente la atención. A través de las ventanas principales de las dos casas, que coincidían una enfrente de la otra, no se podía ver nada especial. Simplemente era una casa vacía y silenciosa. Nada más.

A veces, cuando leía no podía evitar levantar la cabeza cuando leía y quedarse embobada mirando al salón de la casa de enfrente. Había algo que la llamaba. No había nadie, nunca lo había, pero tenía que mirar.

Sus ojos confirmaban lo que su cabeza ya sabía. Ese lugar estaba totalmente deshabitado. De sus últimos dueños solo quedaba las cortinas blancas, medio amarillentas por el tiempo de las ventanas. Volaban, a veces, al ritmo del viento, aunque todo, aparentemente, estuviera cerrado.

La niña de la ventanaWhere stories live. Discover now