1. Donghae

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-¿Donghae?

-Donghae, ¡por favor!

Mi madre me está llamando. Una cliente espera y yo me he quedado embobado mirando la calle, el vaivén de coches al otro lado del escaparate.

-Donghae, ¿cuánto tiene que pagar la señora Sohee por esas plumas?

Esa cabrona de Matita, mi perra, está cruzando a toda prisa la calle para ir al encuentro de su viejo dueño, mi ex novio. Él sin ninguna piedad, la habrá llamado desde el escaparate, sacudiendo la caja de sus galletas favoritas. Lo hace a menudo, el muy capullo.

-Donghae, por favor, ¿le haces la cuenta?

Como si no lo supieran. Como si no supieran que cada día mi esfuerzo se centra en imaginar que la tienda de animales al otro lado de la calle no existe, que Suho no está allí vendiendo galletas y hámsteres, y que no hemos sido novios durante nueve años para después dejarnos porque un día él le vendió un cachorro de pastor de los Abruzos a una tía que entró en su tienda por error, confundiéndose con la del peluquero de al lado. Al final debió de quedarse allí por su mirada, esa que te dice: «No te vayas, porque si no podríamos perder la ocasión de nuestras vidas». Conozco bien esa mirada. ¡Y tanto!

Puede que la única víctima de esta historia sea ese perro pastor atolondrado, que podía desear cualquier cosa menos un dueño despistado y con el pelo desordenado que se lo dejara por todas partes. Vaya ganga. Lo que pasa es que Suho podría venderles una nevera a los esquimales y convencerte de que al fin y al cabo tú también necesitas una nevera nueva, y a lo mejor hasta un esquimal.

-Donghae, ¡haz el favor de ocuparte de la señora Sohee!

Claro que me ocupo de ella. Somos tres en la tienda, pero, naturalmente, cuando hay un cliente soy yo el que se ocupa. Si además esa cliente es la señora Sohee, que siempre tiene alguna queja sobre cualquier cosa, vamos, no hay dudas.

Cuando empecé a trabajar, jamás imaginé que llegaría a preguntarme por qué. Había aprobado la selectividad por los pelos y al ver un libro abierto me entraban ganas de vomitar. Recuerdo que el primer día de trabajo le dije a mi madre:

-De los libros puedo aguantar la cubierta, nada más, y por suerte en esta tienda no hay muchos.

Ella sonrió indulgente, a lo mejor ya sabía que un día volvería a tener ganas de abrirlos.

De hecho así fue. Aunque cuando volvieron las ganas, se fue el tiempo para hacerlo. Me parece que nunca es suficiente, hay tantas buenas novelas que quisiera leer..., y me encantaría también escribir, en fin, hacer algo significativo. Tengo la tremenda sensación de haberme despertado tarde, de haber perdido una cita importante.

«Hubiera podido». Este verbo flota en mi cabeza desde que Suho y yo rompimos. Desde que esa tonta con el pelo revuelto se quedó el cachorro de pastor de los Abruzos, y con él todos mis sueños, mis proyectos y ese amor que no tenía que acabar nunca. No creía que todo esto tuviera un precio, que con tan sólo novecientos cincuenta wones con descuento pudieras comprar la infelicidad de alguien. ¡Y pensar que fue por Suho por lo que empecé a trabajar! Quería sentirme independiente, vivir solo, hacer el amor con él sin tener que preocuparme por mis padres y esas paredes finísimas que separaban nuestra impagable intimidad de sus frígidas decepciones.

Antes de morir, mi abuelo dejó a nombre de mi madre un piso no lejos de la tienda, para el primer hijo que se casara. Ésa fue su voluntad. El mayor soy yo, naturalmente aún no me he casado, pero ahora vivo allí con Matita y, a la edad de veinticinco años, tengo los mismos problemas que un cincuentón cabreado con la vida, impuestos y recibos incluidos. En cambio a mis hermanos pequeños ni se les ocurre pensar en la independencia y en todas esas gilipolleces: Donghwa tiene dieciocho años, es el mejor de su clase y sueña con hacerse médico; Minho, quince añitos recién cumplidos el mes pasado, y, justamente porque es un gamberro descontrolado, irá directo a la universidad sin preguntar. Mi madre quiere que sea abogado, para que un día al menos se dé cuenta de todo lo que hemos aguantado por él.

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