Púrpura

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Yo era sólo una persona, rodeada de mucha gente púrpura.

Nunca me interesó mi color, pero ellos no se cansaron de recordármelo. Me vi al espejo, me gustó mi aspecto pálido, pero a ellos no. Ellos, todos, me querían púrpura.

Me teñí con un morado fuerte, me costó mucho, pero al pasar los años por fin estaba radiante y sobresalía ese aspecto de color saturado y vigoroso. Era el centro de atención, me amaban: era de un púrpura tan púrpura que, incluso, veía con lástima a cualquiera que notaba que era lila.

—Que se tiñan —decía refiriéndome a los lila.—Es una irresponsabilidad ser lila cuando se puede ser púrpura. — Mis aseveraciones era cada vez mas contundentes.

A veces, cuando caminaba a casa y veía a mi lado pasar gente lila, caminaba más a prisa y me escondía. A la vez, ellos corrían también: me temían. Nos veíamos los dos de lejos, para no toparnos.

Transcurrió mi vida con comodidad, pero un día conocí a una persona en una reunión casual, y resultó que era lila. No pude evitar notarlo, era lila, la persona más lila que jamás haya visto. Sin chiste alguno y despintado, típico de los insípidos lila. Pensé que se iría al sentir la vergüenza de estar conmigo, pero en lugar de escapar, se quedó sin hacer nada. ¿Acaso mi maravilloso color púrpura no le intimidó? ...

Me sentí muy mal. Una inseguridad se apoderó de mí. Hice lo que todos en mi lugar hubieran hecho: ¡alardeé sobre mi color purpura! ...pero esa persona no se inmutó. ¿Acaso no sabía que era lila?

No le importó, era feliz.

Esa misma tarde caminé a mi casa, que estaba en el territorio púrpura. Todo estaba hecho para gente púrpura y todo tenia nuestro brillante matiz.

Entré a mi sala púrpura, de suaves sillones púrpura con elegantes obras de arte de los mejores artistas púrpura. Pero yo, aunque era púrpura, era una persona infeliz.

Si, infeliz. Púrpura pero infeliz.

Lo había descifrado: aquel color me pesaba en el alma y consumía mi corazón. No aseguraba el ser lila, pero algo sabía bien: no era púrpura.

Me metí a bañar y me quité todo el púrpura que me invadía, cuando salí de bañarme me peiné. Decidí salir por el pasillo púrpura a la calle púrpura en mi carro púrpura con mis cajas púrpura, sin una gota de cubierta púrpura.

Y era como ir con el cuerpo desnudo: los demás se impresionaron. Se ofendieron.

¡Me veía lila!

Desteñí las cajas y el auto y me marché. Se fue el apoyo de cada púrpura y me quede a solas. Me fui a la calle lila, despintada y empobrecida en donde todo tiende al gris.

Ahí viví. Una vida lila, en mi casa lila con mis muebles lila.

En otoño doblé la esquina del parque lila y me topé con un montón de gente que también era lila. Leímos juntos, reímos juntos y soñamos juntos, mi vida era perfecta, perfectamente lila, hasta que... en primavera me salió una flor. Una flor que no era lila.

Era una planta enorme en mi cabeza redonda. Era bellísima. Y ese retoño de vívidos tonos raros espantó a todos.

¡Que desgracia! Era un tormento: Ahora era lila y tenía una flor ¿que más extraño se tornaría todo esto?

Se fueron los lila. No era bien visto entre los lila tener una flor ¡y mucho menos si no era lila!

Sin saber qué hacer a continuación y, en una tormenta de ideas que me aventaba de una solución absurda a la siguiente, admito que pensé en cortarla, pero era tan especial y única que no me atreví.

Me senté en el parque. A pensar en mi desgracia multicolor. Los púrpura pasaron, me miraron, se compadecieron y se fueron. No aceptaban lo lila, pero con una flor en la cabeza era incomprensible, aunque esta fuera de un color intenso.

Suspiré, agaché la cabeza y me encogí de hombros cuando, de pronto, sentí un manantial de agua caer sobre mi cabeza y me empapó. No era un agua fría, era refrescante y dejaba que mi flor viviera. Y todo el rojo que quedaba se me fue a los pies y se diluyó en el suelo lejos de mí.

Al darme la vuelta los vi. Eran uno, dos o tres, pero todos tenían una flor maravillosa o varias en su cabeza tupida de encanto y bellos diversos tonos. En ese instante y para siempre entendí que yo era azul.

FIN
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