Lo Horrible.

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      Próspero ya contaba más de ochenta años. Apenas sabía cuántos exactamente, pues hacía mucho tiempo que no quedaba nadie con quien compartir un pastel y soplar las velas. Aunque personalmente y en secreto siempre había preferido un vaso de leche bien caliente y un churrasco de pan con queso. Poco a poco lo que fue una alegre aldea, se había convertido en un difuso conjunto de cuatro casas ruinosas a las afueras de la ciudad. Pero Próspero sonreía sentado bajo el naranjo del patio, se podría decir que ahora tenía su propia casita en el campo, así que cuando veía la silueta de los altos edificios en la lejanía, no hacía más que sentirse satisfecho de sí mismo. Nunca había tenido un carácter arrogante con el que vanagloriarse de los éxitos, ¡pero qué diantres! A sus ochenta y muchos se había ganado el derecho a una pequeña picardía.

      Había llevado una vida sencilla, nunca le había ocurrido nada fuera de lo extraordinario, pero tampoco jamás había deseado nada más allá de lo que ya tenía o le pasaba. Su vida era como tenía que ser. Nació en una familia humilde, regente de un puesto de verdura y de espíritu tan bondadoso que apenas podía fruncir el ceño cuando los mozuelos de la plaza tomaban prestadas un par de manzanas del puesto. Próspero se rió en secreto mientras volvía a entrar en la casa, él hubiese escogido una pera. Sentado frente a la lumbre se le empañaron los ojos ante el recuerdo de sus padres. Le habían dado todo, apenas recordaba cómo eran sus caras, pero siempre recordaba sus sonrisas, eso, y la peonza que una navidad le compraron en la plaza del pueblo. Siempre habían cuidado de él, siempre habían sido las personas más excelentes que podía imaginar. No guardaban malos sentimientos, no proferían feas palabras y jamás hicieron maldad alguna. Vivían en paz y así es como sentían que todos deberían vivir. Ni siquiera la dichosa guerra con todas sus penurias pudo cambiar el temple de su familia, Próspero se llenaba de felicidad con su recuerdo. Así era la vida en la aldea, así es como siempre debería ser en todas partes. Se quedó dormido pensando en que al día siguiente bajaría al pueblo cercano, también quería ver a otros sonreír, hacía mucho tiempo que estaba solo.

      Próspero se calzó sus viejos zapatos y rodeó el arbolito que coronaba el centro del patio. Se comió una buena tostada de aceite y se bebió un vaso de leche bien caliente con escrupuloso deleite. Qué bonitas eran las vacas que el vecino traía hasta el pozo cada mañana. ¿Habría vacas en la ciudad? ¿A dónde fueron las vacas del vecino? Próspero echó un vistazo a las casas ruinosas, había habido tanta vida en la aldea que ni siquiera viéndola vacía y en ruinas dejaba de sentir la alegría del alborozo que un día reinó en el lugar. Sacudiéndose las migas de pan del apolillado jersey de lana, emprendió su camino hacia el pueblo. Próspero tenía un viejo Citröen en el garaje, pero hacía ya tiempo que un señor no muy amable del ayuntamiento le había dicho que ya estaba demasiado mayor para conducir. Y Próspero pensó que tenía razón, ya nunca tenía prisa para negarse un buen paseo, no le esperaban en ninguna parte y podía disfrutar a su propio ritmo.

      Caminando entre los cultivos que separaban el pueblo de su casa, el anciano recordó los años que pasó entre cajas de verduras en el mercado. Le encantaba la rutina de cada mañana, desde cuando su madre le despertaba antes del amanecer, hasta cuando al fin volvían a casa y su madre le dejaba sentarse en su regazo en el trayecto en carro. Y si aquel había sido un día excepcionalmente bueno, a veces volvía incluso comiéndose una pera magullada que nadie había querido comprar. Próspero suspiró ante los recuerdos que aquellos huertos le traían. Cuando su padre se fue, nunca más volvieron al mercado. Próspero se enfadó mucho con su madre, pensando que ella no quería darle lo único que le hacía feliz, así que un día se escapó de casa y fue hasta el pueblo. Allí comprendió lo que le sucedía a su madre. Viendo aquel espacio vacío entre los otros puestos del mercado se derrumbó llorando. Claro que quería volver, ambos querían, pero ninguno podía. Aquel ya no era el mismo lugar si su padre no estaba. Próspero buscó un trabajo para ayudar a su madre con los gastos, no fue fácil, pero al final obtuvo un empleo en una mercería. Era un trabajo bastante más complicado de lo que pensó en un primer momento, había muchas cosas de las que debía acordarse y otras tantas que apenas podía comprender, pero al final de la semana sus quebraderos de cabeza se convertían en una moneda que llevar a casa y contentar a su madre.

Lo Horrible.Where stories live. Discover now