Luces de neón

Amanecer

La ciudad se sume en un silencio penetrante. Camino solo, sin destino. Una leve brisa acaricia mi rostro, secando las lágrimas sueltas que de vez en cuando recorren mi mejilla. Un nuevo amanecer, un nuevo día, el comienzo del final; los espejos de lluvia reflejan la tez de un hombre sin rumbo, destrozado por el tiempo, por la vida, por la monótona melodía de sus mañanas, que no es más que su llanto.

 Decido pararme para admirar el paisaje. Se viste de gris melancolía y no puede remediar seguir así, sin mostrarme los colores vivos que atrapan a la vista. 

He decidido salir de casa pronto antes de ir a trabajar; salir de mi apestoso y mínimo apartamento, que antes que ser un hogar se me parece a una prisión; una celda en la que se quedan atrapados los sueños y las ambiciones que tenía al legar a esta ciudad. Que lejos quedan las ansias de vivir la vida, de disfrutarla, de agarrarla para que no se escape ni un segundo de ella.

Se me hace raro pensar en el día que llegue; creo haber vivido una vida que ni siquiera me imaginaba. Salí de la estación, viendo el mundo como nunca lo había visto. Desearía no haber tomado nunca ese tren, desearía volver al pasado, al pueblo, a la infancia; pero eso ya no es posible. 

Aquí me hallo, frente a un nuevo día, que no quisiera que hubiese llegado nunca, que quiero que empiece, por que significa volver; volver a mis aburridas costumbres, a mis sollozos, a mis penumbras, al trabajo que ni siquiera me gusta... Y ante todo esto no puedo hacer nada, simplemente resignarme. Acostumbrarme a las rutinas, a las lágrimas, al melancólico ser o no ser que lleva persiguiendo durante cinco años. 

Cabizbajo, observo que el reloj marca las siete, y que el retorno es inexorable. Es el tiempo lo que marca todo; cuando comienzas, cuando terminas y cuánto estás dispuesto a esperar hasta que algo ocurra, hasta que un suceso inesperado cambié tu suerte.