A ambos lados de una misma lápida

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La siguiente tampoco es una historia corriente. En primer lugar, se encuentra narrada por dos personajes, que entrecruzan sus experiencias para aumentar la visión del relato. En segundo, porque lejos de contener una historia, involucra a tres.

La primera ha de leerse como cualquier otra, sin prestar atención a las letras que se colocan al margen, indicando quién es el narrador.

La segunda, siguiendo todas y cada una de las letras "M" hasta llegar al final. La historia se encuetra inmediatamente después de la primera, en orden de lectura.

La tercera, debe hacerse siguiendo las letras "L", de la misma forma. Al final de la segunda historia, encontrarán a la misma, también organizada en orden de lectura.

Sin más preámbulos... ¡A leer!

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M: Mi madre arremetió contra mi puerta como si un verdadero arriete humano se tratara. Eran épocas en donde su histeria comenzaba, cuanto menos, a enfadarme, sobre todo, justo dos días después a haber comenzado mis vacaciones de invierno. Decidí, por lo tanto, ignorar a sus insistentes llamados, emitiendo una réplica que se mixturó con un bostezo y que acabó conmigo refugiada tras las colchas, en señal de rebeldía, protegiéndome del frío inminente que la ciudad padecía en aquel entonces. No obstante, ella no dejó que el tiempo siguiera corriendo y abrió el pórtico con brusquedad, casi con furia. Su semblante, en cambio, reflejaba una terrible tristeza, de esas caras de las cuales no puedes esperar nada bueno. 《Ha muerto tu amigo Leonel, el de Barrio Chacarita. Sus padres acaban de telefonear》. Sus palabras fueron suficientes para que yo me deshiciera de mi pereza y me cambiara a toda prisa.

L: Caminaba yo hacia el mítico Cementerio de Chacarita, del cual tanto había oído hablar en los medios desde que tenía uso de razón. Cargaba, en aquel instante, una corona de flores que había costado todos mis ahorros del mes y parte de los de mi madre. Su leyenda 《Para el mejor primo que cualquier ser humano podría tener en el universo》dejaba entrever que nuestra relación no se limitaba a encuentros ocasionales en la casa de la abuela los domingos a la tarde. La última vez que habíamos pasado tiempo juntos no había sido más que cuarenta y ocho horas antes, estrenando el nuevo juego de Play Station que sus padres le habían regalado para su cumpleaños número diecisiete. Recuerdo que el había disentido de culminar con premura las compras que le habían sido encargadas, para detenerse en mi casa, a unas cuadras de la suya, a pavonearse con su nueva adquisición. Desearía haberlo abrazado fuerte la vez que se fue, en lugar de estrechar su mano y dirigirle un tímido ósculo en la mejilla.

M: Tal como lo confirmaría tiempo más tarde el padre del propio Leonel, a su hijo le habían sido encomendados los encargos del supermercado del día y, después de discernir y ablandar su voluntad, había consentido en cumplir con lo que se le demandaba. Su hijo no se caracterizaba por ser la persona más paciente del universo, ni nada menos. De hecho, su fatal accidente no fue más que un corolario, un castigo por su necesidad de conseguir todo tan rápido como lo deseaba. El semáforo para peatones ya había dado su señal de alerta, titilando en cuatro ocasiones como le es característico a todos los que atraviesan la nueve de julio, sincronizados a la perfección, cuando Leonel se precipitó, en un intento por atravesar la calle en unos pocos segundos con una carrera a la que ya acostumbraba.

L: La catástrofe fue inminente. El conductor- de esos hombres que acostumbran a fumar en su vehículo y a quejarse por cualquier cosa, hasta por un estampido a kilómetros de distancia- manejaba un pequeño camión, cuyo contenido de carne vacuna no duraría demasiado tiempo sin podrise, tras dos días de viaje, no tuvo piedad. Primero, contraatacó contra el coxis de Leonel, para luego proferir vituperios en contra de sus antepasados. Como era natural, el joven cayó de bruces al suelo, rendido ante la brutalidad del golpe. El dejo de compasión que se había despertado en aquel hombre corrompido fue borrado de un coletazo por un centenar de cláxones, que reclamaban que de una vez por todas que pisara el maldito acelerador. Y eso fue lo que hizo, presumiendo que el joven habría tenido el tiempo suficiente para apartarse de la carretera, pasando por encima de su cabeza la rueda delantera derecha y también la trasera, descuartizando su centro vital para luego, cobarde, escapar. Su cuerpo acabó diseminado por toda la avenida una vez que más de cincuenta autos le pasaran por encima. La llegada oportuna de un policía, llamado por uno de los vecinos, evitó que su cuerpo acabara formando parte de la acera.

One-shoots/Historias cortasWhere stories live. Discover now