La casa de Neruda

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La casa de Neruda es como un barco encallado en una playa de pálidas arenas, frente a un mar de embravecidas aguas y rocas negras, en una isla larga y estrecha. En su interior alberga tesoros de otras eras, mascarones, nereidas, musas que han inspirado sueños de distantes marineros. Silentes y ateridas, conservan siempre su vista fija en el océano. Anhelantes de las caricias salinas de los vientos, del confortante roce del agua en sus arrecidos cuerpos...

En la pequeña sala hay un timón inmóvil, estático en el tiempo. Pequeños barcos y caracolas que reposan y sueñan con el mar que guarda sus secretos. Y hay un cuarto que aloja un catre envejecido, envuelto en una mítica aura, en un añoso velo de misterio. Frente a un gran ventanal, su portal al océano, parece navegar sobre el oleaje crespo.

Por pisos rechinantes y pasillos estrechos se llega a extraordinarios recovecos. Uno donde la prosa se encuentra suspendida en lo profundo de un vetusto tintero. Ansiosa aguarda una liberación que se demora, sufre en esa prisión y sangra y se derrama por las vetas del viejo tablón de su escritorio, una puerta cerrada al mundo de los sueños del poeta.

Afuera, las antiguas campanas yacen completamente mudas, en eterna espera de otros barcos que lleguen cargados de utopías y quimeras. Otras, las más jóvenes, mecidas por el viento tintinean. Sus ecos penetran los sólidos muros de piedra, las notas giran y se deslizan por la ancha chimenea y llenan cada espacio con esa musicalidad de feligresía. Agitan los fantasmas que habitan en sus delgadas grietas.

Efímero es su paso, inconsistente y frágil resulta su presencia y uno sigue el viaje sin percatarse que aquel navío ha transmutado en un viejo vagón, una locomotora de otras épocas. Lo que por mar inicia ha culminado en tierra y, más aún, en una sala que revive otras reminiscencias, otros anhelos puestos en cada espacio con especial cuidado y afanoso esmero.

Allí se palpa la culminación de una obra de arte, de una vida de ensueños, de ideales. Se perciben las odas, se paladean las palabras que forjaron los versos, las estrofas... Y por unos segundos todo lo fenecido cobra vida: los adornos, los peces, caracolas, mascarones, los barcos, el tren con todo y sus establos... Él mismo cobra vida, rompiendo una vez más la fina línea que separa lo real de lo fantástico para declamar, con gran vehemencia, un último poemario.     

     

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