Las palabras de la sirena

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 Ondas azules. Las ondas azules se multiplicaban hasta el infinito, hasta perderse el eterno e inalcanzable horizonte que, inmutable, le mostraba en todo momento el lugar donde el mundo desaparecía, sin que él pudiera jamás alcanzarlo. En ese perenne océano, Ulises navegaba perdido día tras día, mientras la esperanza de retornar alguna vez a su amada Ítaca desaparecía, y las inclemencias del sol y la sed de altamar constituían una incesante tortura que no dejaba de padecer. Los tormentos que había tenido que soportar durante los casi veinticinco años que ya llevaba esta travesía habían sido tales que obliteraban los débiles recuerdos de los escasos momentos de gozo que la fortuna le había concedido en aquel viaje. Horrorosas desventuras que habían terminado por dejarlo solo y extraviado en la impiadosa inmensidad que eran los dominios de Poseidón, con el recuerdo de sus compañeros y amigos que ya no estaban con él, culpa de que cada giro o decisión que habían tomado en durante la travesía había resultado de la peor manera posible. Con la mala fortuna como su constante compañera, él y su tripulación habían pasado de una calamidad a otra, ora amenazados por el seductor canto de las sirenas, ora atrapados a merced de un cíclope gigante, ora víctimas de una hechicera caníbal, ora perdidos en tempestades y otros desastres naturales. Tras décadas de infortunios, todos los hombres que lo habían acompañado en aquel viaje se habían extraviado, habían sido asesinados, o habían sufrido destinos peores que aquéllos, y ahora él se encontraba sólo navegando sin rumbo a través de un mar que parecía nunca acabar.

Llevaba para aquella noche meses a bordo de su navío, solo y abandonado, y había perdido la cuenta de cuántas semanas habían transcurrido desde la última vez que los dioses le concedieron algo de lluvia para aliviar la sed que lo consumía. Sobrevivía por aquellos días bebiendo su propia orina, su sudor, o utilizando su espada para hacerse tajos en los brazos a fin de beber su propia sangre. Después de una jornada de abrasador y extenuante calor, Ulises se encontraba tumbado sobre la cubierta del barco, con los ojos cerrados y jadeando ligeramente, pero tratando de absorber al máximo el débil alivio que la relativa frescura nocturna le proporcionaba.

Yaciendo a la luz de la luna y las estrellas, el único consuelo que podía encontrar en su desamparada situación era pensar que aquél era el mismo firmamento que podría estar contemplando en ese mismo instante su amada Penélope. Ella había prometido que lo esperaría, y él estaba convencido de que si esperaba lo suficiente, en algún momento el destino habría de juntarlos. Se concentró, y trató de que su memoria le brindara una imagen de ella, que su angelical rostro, el cándido sonido de su voz y el floral aroma que emanaba su cabello pudieran hacerle olvidar por un momento lo solo que se encontraba y le brindaran la ilusión de que estaba junto a ella, en sus brazos. Pero no pudo hacerlo; por algún motivo, la imagen, el sonido, o el perfume que estaba buscando no acudían a su mente. No podía evocar a su amada... ¿Penélope, era? Sin poder desembarazarse de un sentimiento de preocupación al no poder conjugar un recuerdo sólido de quien era el único faro que tenía la esperanza de divisar en las tinieblas del océano de su vida, hizo un esfuerzo por recordar. Quizá sería más fácil empezar por su apariencia; después de todo, como su vista era el sentido que más usaba, tenía más habilidad para retener información visual. Sin embargo, tras unos minutos de vano esfuerzo, no podía imaginar el color de sus ojos, o de su cabello. Su piel, sus labios, no estaban en ninguna parte de su cerebro. ¿Cómo podía ser que no recordara a... Perséfone? Su desasosiego había pasado a inquietud, pero ahora ésta había mutado en pánico. Unos momentos más tarde, no podía siquiera estar seguro de que Pe... De que... De que esa mujer verdaderamente existiera, y no fuera el subproducto de los delirios ocasionados por el estrés, la deshidratación y, sobre todo, por la prolongada soledad. ¿Cómo podía estar seguro de que todo, toda su relación con ella, e incluso ella, no eran sino un caótico y ridículo resultado de una esquizofrenia crónica? Pensó en abrir los ojos, esperando que los colores de la noche, el cielo, las estrellas, la luna o lo que sea le diera algún parámetro o disparara algún recuerdo de ella, pero la noche estaba inusualmente fresca, y con los ojos cerrados sentía que podía disfrutar más de aquella temperatura.

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⏰ Last updated: Aug 12, 2019 ⏰

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