Cazador

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La sabana estaba cálida y silenciosa en aquella hora temprana de la tarde. El cazador tomó una profunda bocanada de aire para intentar desembarazarse de aquella molesta sensación de ligero sofocón con la que el calor y la humedad propias del lugar le atenazaban la garganta, y frotó un pañuelo de seda por su rostro para limpiar las gotas de sudor que brotaban de sus poros, y cuya salinidad le hacía escocer los ojos y dificultaba su vista. Necesitaba su vista; necesita todos sus sentidos, de hecho. Por ahí cerca, en algún lugar de la vasta extensión vegetal que lo rodeaba, un magnífico espécimen del depredador más letal y despiadado de la naturaleza, el rey de las bestias, acechaba una presa indefensa, sin saber que había otro cazador – uno que él seguramente no había previsto – buscando cazarlo a él. Aquél pensamiento ocasionó que una oleada de adrenalina fluyera por sus venas, y tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse calmo. Se pasó la lengua por los labios; se moría de ganas de fumar un cigarrillo. Sin embargo, se abstuvo. Sabía que no debía hacerlo, ya que el más suave rastro de la fragancia del humo de tabaco de Virginia captada por alguna brisa inoportuna podría alertar a su presa de su presencia. Y no quería aquello; el elemento sorpresa era todo con lo que contaba a su favor para triunfar en su empresa de dar muerte a aquella astuta y sanguinaria bestia. Y, de perderlo, las chances de lograr su objetivo disminuirían considerablemente. Considerar aquella posibilidad hizo que el ritmo de su corazón se acelerase. Siguió la pista de su objetivo, bordeando un río. Ya hacía dos días que venía siguiendo su rastro: como si fueran migajas a través del bosque, se encontraba con los restos camino a pudrirse de las víctimas de la bestia; muchos cuerpos, de los que los carroñeros estaban dando buena cuenta. "El ciclo de la vida" pensó el cazador. "Lo que yo hago es lo mismo que la naturaleza viene haciendo desde que el mundo es mundo"; y él lo hacía con un propósito muy claro en mente. Hoy en día, gran parte de las relaciones humanas se daban a través de una compleja telaraña de información electrónica que permitía a todo el mundo mostrar cualquier aspecto de la vida propia a todo el mundo. Algunos lo usaban como medio para alcanzar la gloria personal, otros para alimentar el propio ego, y también estaban los que lo usaban para difundir una idea con la esperanza de cambiar al mundo. Él buscaba, en mayor o menor medida, las tres. Sintió su pecho expanderse de gozo y una ancha sonrisa de satisfacción dilatarse en su rostro cuando, por un momento, se imaginó el brillante futuro: las fotografías, testimonio irrefutable de su obra, flotando para siempre en aquella gigantesca nube de información, donde todo el mundo puede encontrarse en un solo lugar; las imágenes de él y sus trofeos, quizá copiadas y compartidas por miles en todas partes, los medios de comunicación debatiendo acerca de si su accionar era ético o no... Habría quienes lo defenderían, apoyarían y, quizá, tratarían de imitarlo, y seguramente habría quienes lo condenarían, enarbolando la tan ambigua "moralidad", aunque él no le prestaría la menor atención a aquellos hipócritas estúpidos... El mundo estaría en movimiento como consecuencia de sus acciones. Se obligó a volver a la realidad, al presente, a la sabana donde se encontraba él, con el rifle que se calentaba por el prolongado contacto de sus palmas, y su presa, quien quizá estuviera rastreando a su vez una presa para sí. Finalmente, tras un rato más de marcha, la encontró. Una manada de cinco. Claro que no tenía ningún interés en la manada completa; sólo quería al macho alfa, aquel que se estaba aproximando a la presa recién cazada, aunque claro está que él debería también eliminar a las otras cuatro alimañas, para asegurarse de que éstas no lo atacaran en represalia cuando él fuera a reclamar su trofeo. Lentamente, como después de haber esperado por una autorización tácita, el resto del grupo se aproximó con cautela al líder y a la presa inerte, y entre todos se pusieron a destrozar el cadáver recién ultimado. Al ver esa escena, el cazador sintió la bilis treparle por el esófago a causa del asco y la indignación que le causaba el hecho de que semejante bestia fuera producto de la naturaleza. Debía matarla. Nuevamente, como le había sucedido muchas veces a lo largo de las semanas que había pasado planeando la travesía en la que se encontraba, lo embargó una súbita sensación de paz, de realización, al comprender que estaba haciendo algo que enaltecía su humanidad y su hombría. Casi heróico, podría decirse. Pero antes, tenía que tomar ciertas precauciones, para evitar la eventual huída de la presa. Mucha gente en el mundo decía que el ajedrez es un deporte, y mucha gente también opina que la caza lo es. Lo que ambas tienen en común es que la estrategia es vital, y por eso el cazador acalló todos los impulsos de impaciencia que le urgían en sus entrañas que matara a aquellas bestias de una buena vez. Sus respiraciones son profundas y calmadas, voluntarias. Al tener la culata del rifle apoyada contra su hombro, si cediera a la adrenalina e hiperventilara, sería mucho más difícil hacer puntería. Y debía hacer cinco disparos certeros con la mayor velocidad posible, para que ninguno escapara: un tiro incapacitante al líder – para poder rematarlo luego, y así saborear todo el momento – y cuatro tiros en las cabezas de los escoltas. Calculaba que debería hacer todos los disparos en menos de dos segundos. Difícil, sí, pero ya lo había hecho, mientras se entrenaba para aquella aventura. Toma una última respiración, y no exhala. Contiene el aliento mientras ve a través de la mira telescópica una cruz graduada que se mueve a toda velocidad, deteniéndose una milésima de segundo en las cabezas de los lacayos, el tiempo necesario para que, con el suspiro de la bala a través del silenciador, una mancha roja explote en ellas antes de que éstos se desplomen. Finalmente, hace un último alto, y la quinta bala se incrusta en el muslo del líder. Las cuatro víctimas son unos locales, que cobran – lo que ellos consideran fortunas y sus contratistas, miserias – para proteger a viejos ricachones de occidente en recorridos que organizan para matar algunos de los seres más magníficos del planeta, con el único propósito de sentirse mejor acerca de ellos mismos. Personas demasiado patéticas, pero con demasiado poder para hacer daño. Bueno, ya no más. Los cuatro locales yacen muertos, con sus cabezas brillantes como el ébano reluciendo al sol, y su asquerosa sangre poco a poco es absorbida por la tierra. "Quizá hayan sido unas mierdas en vida" piensa el cazador "pero en muerte podrán ser algo bueno: un buen manjar para chacales".

Con respecto al líder, el cazador lo ve arrastrándose, gimiendo a los gritos, dejando tras de sí un rastro de sangre mientras se dirige al vehículo todoterreno en el que él y sus secuaces habían llegado hasta ahí. El cazador no se preocupa, ya le ha sacado la batería así que no hay manera de que se escape. Espera hasta que el viejo llega al vehículo, entra como puede y trata de ponerlo en marcha. Lo observa a través de la ventanilla dar golpes frustrados contra el volante. Comienza el segundo acto.Toma su teléfono móvil y marca el número de su presa. El hombre da un respingo cuando escucha sonar su celular, pero lo toma.

- Buenas tardes – dice el cazador –. Llamaba para informarle que voy a cazarlo, y quería agradecerle de antemano por el hermoso trofeo que será. Su cabeza quedará hermosa colgando de la pared de mi casa.

- ¿Está usted loco? – grita el viejo.

- No, señor. Si estuviera loco, también me llevaría su piel para hacer algún tapado. Pero seamos honestos: Su piel es demasiado asquerosa, así que voy a permitir que se quede con ella. Sin embargo, conservaré su cabeza. Quizá no sea demasiado linda, pero tiene el gusto especial de las celebridades. ¿No le parece... Su Majestad?

- Por favor – suplica, llorando –. Sabes quién soy, sabes que tengo fortunas. Te pagaré lo que quieras...

- Vamos, vamos... Si los proteccionistas de animales le ofrecieran a usted algo de dinero a cambio de que no cace más, ¿lo aceptaría?

- ¡Sí! – exclama, histérico.

- Si quiere que lo último que diga en la vida sea una mentira, está bien. Es su decisión elegir cómo se va a ir de este mundo. Aguarde un momento, en seguida iré a buscarlo y podremos conversar un poco más.

Corta la llamada y levanta los dorados casquillos vacíos de las balas que ha disparado y que yacen en el suelo. No quiere que esos pequeños cilindros de metal recalentado ocasionen un incendio, ni tampoco dejar pista para la represalia de las autoridades. Se dirige hacia el vehículo, lo más campante, casi paseándose. El rostro del viejo, aterrorizado y transpirado, lo observa venir a través de la ventanilla.

- ¿Cómo está, Su Majestad? – saluda el cazador, haciendo una reverencia –. Es un lindo día para salir de caza, ¿no le parece?

- ¿Por qué haces esto? – pregunta el viejo, gimoteando.

- Pero Su Majestad – responde el cazador –. Creí que usted me entendería, que se pondría de mi parte. ¿No recuerda, acaso, cuando el mes pasado le pidieron que se pronuncie acerca de las fotos en las que aparece junto a un león recién cazado en Zimbawe, usted dijo que "la caza es un deporte"? - ¡La caza de animales, no la de personas! – vocifera el viejo. Se encuentra totalmente desquiciado. Llora y grita, y escupe sangre y saliva a cada palabra que articula.

- ¿Y qué lo hace tan diferente a cazar personas de cazar animales? – pregunta el cazador. Hace una pausa, fingiendo reflexionar –. Me parece que la diferencia sería que un humano puede hacerle entender al humano cazador que no quiere que lo maten, puede rogar por su vida. ¿Le parece que aquel león o que esta jirafa que acaba de matar tenían ganas de que los mate? – el viejo tiene el suficiente sentido común para no responder –. Claro que la otra diferencia es que un animal no lo mataría simplemente para sentirse mejor consigo mismo – hace una pausa y lo mira con severidad –. En mi opinión personal, no creo que la caza sea un deporte; me parece que en un deporte ambas partes tienen que estar voluntariamente jugando. Pero, ya que usted piensa que la caza es un deporte – cambia el tono de su voz, nuevamente amistoso y jovial – , pues juguemos entonces. Señor, voy a cazarlo, ¿de acuerdo? – el viejo tiembla de pies a cabeza, y llora de una manera tan patética que el cazador tiene que esforzarse por no voltear la cabeza de repulsión. Compone una sonrisa entre amistosa e indulgente, y dice –. ¡Vamos, Su Majestad! Es un deporte... ¡Muestre algo de espíritu deportivo, caramba!

No lo muestra. El viejo llora, grita y suplica mientras el cazador lo hace bajar de la camioneta y lo arrodilla en el suelo. Se humilla con la esperanza de obtener piedad, llora, suplica y moquea hasta el momento en que tres balas le destruyen el pecho y se alojan en su corazón. E, incluso después de eso, vacía sus intestinos para completar aquel cuadro tan desagradable. El cazador, sin perder más el tiempo, cercena la cabeza de su presa y la mete en una unidad refrigeradora portátil. Ya en su casa, diseca la cabeza y la monta en un bello y elegante marco de ébano con forma de blasón cuyas fotografías – junto a las que se ha tomado él mismo, ocultando su cara tras una hermosa máscara del dios Némesis, junto al cadáver y mientras lo decapitaba – se vuelven virales en la enorme red en la que todos están conectados.

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⏰ Last updated: Aug 12, 2019 ⏰

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