Bárbara

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Bárbara. Decidí llamarme así hasta que me fuese a otro lugar. Sin apellidos que fuera a usar, más que los que me inventé para que se reflejasen en mi carné de identidad y en los archivos de la universidad. 

Siempre que me mudaba me toca elegir un nombre nuevo, más por decisión propia que por necesidad. Era una forma más de buscar una identidad que no encontraba. Bárbara me pareció apropiado. Sonaba contundente, redundante, tal vez. Literalmente, significa "mujer extranjera", lo que me venía como anillo al dedo. Dicen que la personalidad de las mujeres con este nombre es cordial y romántica. Me hubiera encantado que me viesen así. Ya no me gustaba lo que era antes. 

Al principio, hace siglos, cumplía con mi función sin quejas, reproches ni preguntas. Solo acataba las reglas, porque era como debía ser. Perseguía a las personas moribundas o que estaban a punto de serlo, o incluso a sus familiares; les lloraba y les gritaba para avisarles de una futura desgracia muy concreta. No les ponía la mano encima, no les dañaba. No era yo quien provocaba la muerte. Solo la anunciaba. Pero, aun así, y de forma lógica, la gente se asustaba. Me pedían que me fuera, que callase mis gritos, pero eso no funcionaba así. Las banshees surgimos para eso. La carga de pasarme siglos llorando, agonizando por personas que apenas conocía, me superaba. Y, aunque no podía huir de ser una banshee, podía intentar cambiar lo más posible. Decidí dejar atrás mi forma etérea y materializarme de manera constante, y no solo cuando debía lamentarme. Me dejé la cabellera rojiza natural para recordar mis orígenes irlandeses- por conservar algo de mi pasado-, pero mi interminable mata de pelo quedó reducida a una media melena a merced de unas tijeras. Me quité la capa gris oscura y los colores apagados, y empecé a llevar ropa colorida, sin un estilo definido.

Ese año tocaba empezar otra vez de cero. Me inscribí en Filología Clásica en una de las universidades de mi ciudad. Eran los estudios más parecidos a mitológicos que encontré, pero no llegaba a ser lo que buscaba. Quizá esperaba encontrar una explicación a las banshees, o alguna historia relacionada con nosotras. Tal vez incluso notar algún error por parte del profesor o de los libros para reírme en mi interior, aunque fuera sin ganas. Pero la mitología celta no está especialmente valorada.

"Mitología". Es decir, conjunto de mitos. Un mito es definido como una historia fabulosa que explica acciones de seres que encarnan de forma simbólica fuerzas de la naturaleza, entre otras cosas. También se explica como historia imaginaria. Ja. Me río en la cara de la imaginación. 

Antes de la inscripción ni siquiera me digné a leer el temario que se daba. Tampoco me importaba mucho. Daba por hecho- ridículamente, claro está- que mi historia  estaría pululando por ahí. Quise aceptar el riesgo de que alguien relacionara mis incipientes ojeras con las lágrimas constantes y descubriera lo que realmente soy. Pensándolo ahora, suena estúpido. Nadie relacionaría unas marcas añiles bajo los ojos con un ser que creen inventado. Tampoco sé porque querría que eso pasara. El caso es que me metí a la carrera de lleno. Y después de ser aceptada, vi que todo estaba relacionado con Grecia, con la Antigua Roma y con el latín. Sentí una mezcla de alivio y decepción extraña.

En los últimos tiempos me había dedicado a esto. Cada cuatro años, cinco como mucho, cambiaba de país. Aprendía una nueva cultura, un nuevo idioma, y, en ocasiones, una nueva carrera que no me iba a servir para nada más que para culturizarme. Las banshees no cambiamos de aspecto, así que, a pesar de mis siglos de antigüedad, me había acostumbrado ya a mi imagen de veinteañera. Al no avanzar más físicamente, una vez que acababa los estudios, tocaba despedirse. La gente lo hubiera notado, y hubiese sido raro. No quería asustar de nuevo.

Ser nómada era como jugar a la ruleta rusa. Aunque siempre con sufrimiento. Como si con cada jugada te disparases, pero en vez de una bala perforadora, saliese una más pequeña, dañina, pero no mortal. En algunos sitios no encajaba bien. Con mi aspecto pálido, casi fantasmagórico, y mis prendas demasiado coloridas, la gente no se acercaba mucho por si resultaba estar loca. La soledad era un arma letal, sin duda alguna. Pero era mejor llorar por mi propio sufrimiento antes que por el de un muerto desconocido. En otros sitios me adaptaba bien. Había estado en toda clase de grupos. Pocas veces tenían un estatus social definido, así que solían ser variopintos. Podía estar en los mismos planes que un chico vestido todo de negro, junto a la más pija de todas o la más macarra. Todo venía bien si al final eran buenos amigos. Pero acababa siempre mal. Después de años de amistad y confianza tocaba mudarse de nuevo. En todos y cada uno de los lugares me decían una frase parecida a "tienes el mismo aspecto que cuando nos conocimos" o "el tiempo no pasa para ti". Terminó siendo una broma interna. Incluso tenía una pequeña libreta de viajes. La gente se suele llevar recuerdos de los sitos. Imanes, pines, postales... cualquier cosa. Yo me llevaba ese tipo de frases. Cada vez que alguien me decía algo similar, sacaba mi cuadernito y lo apuntoaba con mi bolígrafo de tinta rosa, poniendo debajo el nombre de quien me lo dijo, la fecha y el sitio. Desgraciadamente, a día de hoy leo algunos nombres y ya no recuerdo a quién pertenecían.

 A veces, estando en la casa que me correspondía a cada momento, ahogaba un grito en la garganta. Cuando eso pasaba, sabía que alguien con quien tuve un vínculo estrecho se había muerto, o estaba a punto de hacerlo. Ya no tenía que ir allá donde estuvieran, porque ya no cumplía las normas, pero el llanto venía a mí inevitablemente. Era triste, y procuraba que no me afectara, porque nunca sabía de quién se trataba ni si le recordaría. Pero siempre pedía al aire que fuera sin dolor y rápidamente. Evidentemente, no todos tenían esa suerte. Todos los años me asaltaba esa amargura como mínimo una vez. Conocía a tanta gente, y algunos eran ya tan mayores, que era natural.

Cogí mi cuaderno y pasé las hojas con mucho cuidado. Ese estaba semi-nuevo, pero tenía otros raídos y amarillentos por el tiempo guardados en un cajón. Deslicé los dedos por la tinta rosa, sonriendo hacia algunos de los comentarios escritos con delicadeza, y con más cariño del que debiera. Lo dejé encima de la cama y comiencé a meter en mi mochila lo necesario para mi primer día de clase. Un estuche nuevo, bolígrafos nuevos, cuadernos nuevos... Todo nuevo, menos yo. O quizá yo también. Dicen que las personas cambian con los años, que adquieren conocimientos y experiencias. Desde luego, tenía conocimientos nuevos, porque las universidades siempre van implantando nuevas lecciones. Pero respecto a experiencias, creía firmemente que ya había vivido casi todo. No creía que pudiera cambiar más. Además, no era una persona como tal.

Cerré la mochila y la dejé al lado de la mesita de noche, haciendo lo mismo con mi cuaderno. Apagué la luz dándole al interruptor que había junto a la cabecera de la cama y encendí la pantalla del móvil nuevo que me había comprado con una pequeña parte de mis ahorros, sacados de los trabajos a tiempo parcial que iba consiguiendo. Busqué la canción que quería y le di al play. Me tumbé bruscamente sobre la mullida cama, extendiendo los brazos en forma de cruz, y mirando al techo sin fijarme en nada concreto. Cerré los ojos y procuré controlar mi respiración, notando cómo mis pulmones se inflaban y deshinchaban, cómo mi tórax crecía y menguaba. Se había convertido en un ritual necesario para mi y, dicho sea de paso, para mi salud mental. La meditación disminuía el estrés de forma notable y me ayudaba a dormir mas rápidamente. Pensar en cómo funcionaba mi cuerpo era considerablemente más efectivo que contar ovejitas.

Finalmente, me quedé dormida.


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⏰ Last updated: Sep 17, 2019 ⏰

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