Historias cortas.

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 El sepulturero.

¿Ustedes sabían que, antaño, los ataúdes tenían un dispositivo para avisar si habías sido enterrado vivo? Sucede que existen enfermedades que bajan el ritmo cardíaco mucho, sin llegar a matarte, pero dando la impresión de que estás muerto. Por supuesto, hoy estas cosas se pueden comprobar fácilmente, pero les voy a pedir que hagan un esfuerzo mental y se transporten atrás en el tiempo, al Siglo XVIII o al Siglo XIX. Si bien existía cierta noción de medicina y prácticas médicas, no son ni de lejos lo especializadas ni lo eficaces que son hoy. Antes, esas cosas se comprobaban a grosso modo, y si te ponían la mano en el corazón y sentían que este no latía, te daban por muerto.

Volviendo al dispositivo de aviso, no era un sistema particularmente complejo. Consistía de un tubo, para que el sujeto abajo pudiera respirar, y en la punta doblada de este, como si fuera una "J" invertida, una campanita. Obviamente no era a prueba de balas, porque cuando el viento soplaba en los cementerios las campanitas a veces se movían, pero si realmente había un vivo enterrado allí abajo, la campanita se volvía loca, y sonaba su característico tintineo una y otra vez.

Esta es la historia de un sepulturero muy viejo, allá por el 1850, una de las muchas que él tuvo en su repertorio. Estoy seguro que, si siguiera vivo, podría contar unas cuantas anécdotas interesantes.

Una noche de diciembre, cuando el frío era tenaz y el viento despiadado, el sepulturero estaba en su caseta junto a su perro guardián. En el medio de la noche, a eso de las dos o las tres de la madrugada, el señor escucha un tintineo viniendo de una de las tumbas. Él supo que no había sido el viento, porque la campanita estaba sonando muy fuerte y muy rápido, por lo tanto, agarra su pala, una lámpara de aceite y se dirige lento pero seguro al lugar de donde viene el sonido. Su perro, a su lado, ladra atemorizado.

Cuando él llega al lugar de la tumba, agarra el tubo, se aclara la garganta, y dice:

— ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —

— ¡Sí! —le respondió una voz femenina— ¡Aquí estoy! ¡Ayuda!

El sepulturero luego procede a preguntarle:

— ¿Cómo te llamas?

Puede parecer frío de su parte, pero créanme, él es un profesional, él sabe lo que hace.

— ¡Alice! —responde la voz— ¡Me llamo Alice Evans!

El sepulturero levanta la mirada y observa la lápida. La voz no mentía, el nombre era ese: Alice Evans.

— De acuerdo —exclama el señor— ¿Alice? Aquí dice que naciste un 10 de mayo de 1823, y que falleciste el 28 de noviembre de 1852 ¿No es cierto?

— ¡Sí, sí! —responde casi gritando la voz— ¡Sí, esa soy yo!

El señor menea la cabeza, y finalmente exclama:

— Mira Alice, aquí dice que tú moriste el 28 de noviembre de 1852. Es el 29 de diciembre de 1853. Seas lo que seas, tú no eres una humana, y pase lo que pase, tú no vas a salir de ahí.

El sepulturero toma su pala y con su otra mano agarra su lámpara, y vuelve lentamente a la caseta.

~o~

Julia.

Julia era una niña pequeña, pero inteligente. Lo suficientemente inteligente como para saber desde su temprana edad que los padres no tenían la respuesta a todas las interrogantes.

Una noche, Julia conoció el terror. No un susto, sino el terror que va subiendo poco a poco por tu estómago. Un ruido extraño salió de su armario, al tiempo que la puerta de este se abría poco a poco. Si bien Julia era una chica inteligente, seguía siendo una niña, en su mente no cabía la posibilidad de que el viento o una prenda mal colgada hubiera abierto las puertas, por lo que gritó llamando a sus padres.

La mamá y el papá llegaron, y le preguntaron a su pequeña por qué gritaba.

— Algo abrió la puerta del armario —exclamó Julia, escondiendo su carita bajo las sábanas.

Ella esperaba que la confortaran, que giraran los ojos o incluso que le dijeran que deje de molestar. En cambio, lo primero que hicieron fue echar un vistazo en el armario, bajo la cama y chequear que las ventanas estuvieran bien cerradas. Luego de eso, escudriñaron cada centímetro de la casa minuciosamente.

Julia comprendió lo que pasaba. Estaban tomándose sus miedos en serio para hacerle saber que era querida y cuidada. Seguramente lo habrían leído en un libro. Por lo que empezó a jugar con la idea.

Cada pocos días, Julia gritaba, alertando a sus padres. A veces en la cocina, a veces en el living, a veces incluso en el baño. El ritual se repetía. Sus padres examinaban cada tabla, cada ladrillo, hasta quedar tranquilos, y Julia escondía una sonrisa detrás de las lágrimas.

Un día, Julia no resistió más, y en medio de la búsqueda frenética de sus padres estalló de risa. El padre, confundido, le pregunta:

— ¿Qué es tan gracioso?

— Es que siempre que yo digo que hay algo, ustedes se lo creen y buscan por toda la casa —exclamó entre risas la niña—.

La madre y el padre se miraron preocupados, cuando el hombre dijo:

— Una vez —dijo seriamente, pero no enfadado—. Tan solo una vez no le creímos a tu hermano.

Julia, hija única, no pudo dormir bien esa noche.

~o~

Traqueteos.

El rayo cayó iluminando toda la casa. Impactó tan fuerte que todas las luces se esfumaron al momento. Esas lucecitas de la televisión o de la computadora cuando están apagadas, o incluso el tenue brillo proveniente del alumbrado de la calle, desaparecieron en un instante.

Damián se encontraba despierto, acostado en su cama, oyendo el diluvio que sucedía afuera. Eran las tantas de la madrugada, y él no tenía sueño.

Su perro Tobías, un San Bernardo, era un cobarde a pesar de su tamaño, y le aterraban las tormentas y la oscuridad.

Damián podía oír las uñas del animal traqueteando en el suelo de madera, corriendo y deambulando frenéticamente, lloriqueando con ese chillido que los perros hacen cuando están asustados.

— ¡Toby, cállate! —exclamó Damián.

Para tratar de calmar al can, el chico agarró su celular y encendió la linterna. Apuntó a la puerta de la habitación, donde la luz se reflejó nada más que en dos puntos blancos.

— Toby, ven aquí —dijo, con tono suave—.

Los puntos blancos desaparecieron del rango de la linterna, y Damián dejó de oír los lloros del animal.

Media hora pasó, y otro rayo se hizo presente, iluminando la cara de un casi dormido Damián, que inmediatamente volvió a escuchar los traqueteos de uñas.

— ¡Tobías, cállate! —gritó Damián.

A pesar de la orden, los ruidos seguían.

Cansado, Damián se levanta de la cama para calmar a su perro y a tomar un vaso de agua, pero cuando está caminando por la abertura de la puerta, algo humedece sus medias.

Intrigado y algo molesto, pues ya se figura que Tobías orinó en ese sitio, alcanza el celular y alumbra al líquido.

Un abrumador sentimiento se apodera de él cuando ve que el charco de sangre en su puerta forma una especie de camino. El sentimiento se ve reemplazado por unas náuseas incontrolables, y luego una tristeza gigante al ver que la final de ese rastro de sangre se encontraba el cadáver de su perro, con la cabeza sacada a la fuerza del cuerpo.

—Toby... —musita él, al borde de las lágrimas.

Al terminar de decir esto, Damián alcanza a oír unos traqueteos detrás suyo, yendo con rapidez hacia él.

Historias cortas.Where stories live. Discover now