Parte 2 La ciudad que roba el alma

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Las extensas calles de la urbe se denotaban mucho más descoloridas cuando era tan de mañana. Al andar por ellas, no tardaba en sentirse aquella sensación desoladora y vacía que suelen causar las grandes ciudades a todo aquel que llega a conocerles. Era como si, de pronto el mundo entero se despojase de su alma siempre al caer la noche y volviese lentamente a la vida conforme el sol se asomase. Matt, andaba a medianos pasos por aquellas calles, y con la vista fija al frente y la mente fija en la nada, se dejaba llevar cual navío en un gran riachuelo de asfalto, rodeado de cientos de cráneos que, cual contenedores vacíos, se arrastraban unánimes directo al desagüe de la rutina diaria. Matt, sin estar absuelto de aquel cruel destino que aguarda a los individuos que viven sumergidos en el capitalismo, andaba sin detenerse rumbo al desagüe de su inanimado empleo, en la cima de aquel que sería el nuevo rascacielos de la ciudad, y pese a que el frio del alba le entumecía los pómulos, el muchacho se limitaba a beberse cigarrillo tras cigarrillo. Llegó, entonces al paradero de autobuses que resguardaba en una de las aceras del bulevar y se recargó cabizbajo en el marco de un cartel que era aún más alto que él.

Interminables viborillas de humo blanco espectral, nacían de su boca y sucumbían ante la ventisca helada que los autos provocaban al zumbar a suma velocidad. El muchacho las veía desbaratarse con indiferencia en la mirada, mientras inmediatamente, sin querer posaba sus ojos en el rojo vivo de su moribundo cigarrillo. Y así, duró repitiendo el mismo ejercicio por algunos cuantos minutos más; hasta que, de repente, el sonido de una melodiosa voz le sacó de su inexpresivo trance. Inmediatamente, el muchacho clavó su mirada en aquel que había sido el origen de tan hermosa voz, y al verle, no pudo evitar esbozar una casi indistinguible sonrisa.

Era un pequeñuelo de aproximadamente cuatro inviernos de edad. Bajito, delgaducho y tierno hasta los dientes, se enfundaba en un, por demás, grueso abrigo café que le hacía verse regordete. Su gorro, era un triangulo tejido a estambre grande y vultuoso que se alzaba retorcido. En la punta del gorro, una graciosa bola de blanca felpa caía hasta besar la mejilla derecha del pequeñuelo, pero éste, a menudo trataba de apartarla, aunque supiese que siempre volvería, aquella simpática bola, a su lugar predilecto. El pequeño, pese al mar de ropaje que llevaba encima, y pese a su limitada libertad para moverse, sonreía a sus anchas mientras se posaba al borde de la banqueta. Se esmeraba en guardar el equilibrio, y se regocijaba cada que lograba respetar aquella línea que lo separaba de la banqueta y el asfalto. Si caía, inmediatamente regresaba al punto de donde había comenzado, y repetía el reto entusiasmado. Mientras realizaba con ímpetu aquellas hazañas matinales, el pequeño esbozaba un alegre cántico que, al llegar a los oídos de Matt Miller, le hacían esmerarse un poco más por hacer notable aquella sonrisa que nacía y moría en sus labios.

"Mis ojitos son, tan grandes y redondos, como los platillos de mamá ¡Bam, Bam, Bam! Mis ojitos son redondos, mis ojitos son tan grades como los platillos de mamá, ¡Bam, Bam, Bam! Mis ojitos son redondos, mis ojitos son tan grades como los platillos de mamá... ¡Bam, Bam! Mis ojitos son tan lindos y tan verdes. Verdes como el agua de limón ¡Mon, Mon, Mon!

Mis ojitos son tan lindos, mis ojitos son tan verdes, verdes como el agua de limón, ¡Mon. Mon, Mon! Mis ojitos son tan lindos, mis ojitos son tan verdes, verdes como el agua de limón ¡Mon, Mon!..."

Si había una sola cosa por la cual Matt Miller no sentía odio en lo más mínimo, seguro era por los chiquillos. Él, solía verles cual si fuesen éstos, los verdaderos seres humanos. Los verdaderos dignos de habitar en un planeta que no les pertenece. Solía siempre pensar; cada que se encontraba cerca de alguna de éstas criaturas y observaba aquellas formas tan dulces con las que se desenvolvían en un mundo repleto de adultos basura y sus asquerosas adulteces; que la vida pudiese ser perfecta si los chiquillos dejasen de crecer a los once años, puesto que, era esta la edad en la que los más sinceros y puros sentimientos comenzaban a dejar de existir en el corazón de las personas. Las aventuras, comenzaban a adquirir rostros de aburridas reglas que seguir y horarios que cumplir, donde siempre había alguien a quien rendir las cuentas; los juegos, se transformaban poco a poco en trabajos obligatorios. Y los sueños, comenzaban a desviarse por sendas repletas de competiciones por bienes materiales, carnales y todas esas insignificancias. Meditaba, sin detenerse y maldecía a la pubertad, pues creía, que era esta la causante de que el ser humano dejase de ser, precisamente, un ser humano. Para Matt Miller, la pubertad era aquella malograda puerta hacia la adultez, y era por seguro que los adultos, incluyéndolo, no eran capaces de entender el verdadero significado de absolutamente nada, puesto que, se creían los dioses del universo, únicamente porque eran capaces de destruir todo aquello que se encontraban a su paso. Les detestaba, sin distinción alguna. Para Matt, los adultos eran los menos indicados para llevar a cabo la crianza de cualquier pequeñuelo. Detestaba ver a un padre reprender a su hijo. Sentía rabia al ver a cualquier adulto alzarle la mano a cualquier crío. Odiaba el hecho de tener que aceptar que aquellos adultos, eran los que oprimían aquella pureza que a los críos caracterizaba. Su estómago, se revolvía de tan sólo pensar en aquellas cosas. Así que, al encontrarse allí parado, al lado del cartelón en la parada de autobuses, observando a aquel pequeñín entonar su canción, se dispuso simplemente a disfrutar del espectáculo. Pero, cómo era de esperarse, no pudo evitar antes echar un vistazo a la madre del chiquillo. Fue ahí, donde sus intentos por disfrutar de aquellos hermosos cánticos, se vieron completamente derrumbados. Maldijo unas treinta veces seguidas antes de quitar de golpe su mirada de la madre del chiquillo, pues ésta, se encorvaba completamente con la vista totalmente perdida en su teléfono móvil. Escribía, la dama, sin parar mientras a velocidad incalculable movía sus regordetes dedos en la pantalla táctil del móvil. Matt, resoplaba indignado de ver aquella falta de respeto que obsequiaba la dama a su pequeño, y esa falta de protección y atención que le brindaba al verse a sí misma completamente embabucada en cosas que ni siquiera deberían tener importancia alguna. Matt, con sus manos temblorosas, buscaba en sus bolsillos aquella cajetilla de delgaduchos cigarrillos que, seguramente le traerían un poco de calma. Los encontró, deseando que fuesen algún arma que obligase a aquella regordeta señora a cuidar de su pequeñuelo.

—Hija de puta...—se decía en voz casi audible, mientras encendía su cigarrillo y clavaba su mirada ámbar en aquella regordeta dama. Intentaba ignorarla y prestar atención al chiquillo, pero sin querer, siempre terminaba deseando asesinar a la madre—Perra... no es más que una maldita perra.

Por suerte, su lucha interna se vio interrumpida por el retumbar del motor del autobús. Inmediatamente, en medio de una transparente nube de humo y un penetrante olor a neumático, el chiquillo y su despreocupada madre abordaban ya. Matt, detrás de ellos, seguía echándole mirada asesina a la madre, pues ésta, seguía embabucada en su teléfono móvil, mientras del brazo colgaba a su pequeño, como si éste, fuese un simple artefacto más de sus múltiples colguijes. Pero, mientras abordaban, el sentimiento de amargura que Matt se cargaba en los hombros, se vio un tanto aligerado cuando, en su mano derecha, sintió un pequeño tacto helado. Inmediatamente volteó hacia abajo y notó que el pequeñuelo acababa de tomarle de la mano, mientras le obsequiaba una radiante sonrisa.

—Te ha gustado mi canción ¿Cierto?—su voz sonaba tiernamente chillante—Yo la he compuesto ¿Verdad que soy un artista?

Matt, sentía ganas de reír de repente. Iba a responderle al pequeño pero, el estruendo de la voz sobreaguda de la madre, seguida del jalón despiadado que dio a su hijo, lo devolvieron a punta de bofetones a su transe de odio y amargura.

—¡Carl!—gritó despectiva la regordeta—¡Te he dicho que no hables con extraños! ¡Espera a que lleguemos a casa! ¡Se lo diré todo a tu padre para que recibas tu castigo, ya verás, chiquillo!

Matt se latragó con la peor mirada que tenía entre su repertorio de miradas asesinas,desde que avanzó por el pasillo del autobús, hasta que aplastó su enormetrasero en uno de los asientos. De igual forma, la regordeta no le notó, puesya en el asiento, volvió a clavar su carota en aquel teléfono móvil, mientrascon desespero mascaba y mascaba una masa de goma, creando eco en todo elpasillo, deslizando con desespero aquellos rechonchos dedos por la pantallatáctil. Matt, al ver el rostro de angustia que el pequeño esbozaba, y al notarcómo sus ojos acababan de comenzar a cristalizarse, sintió dentro de sí, undolor y una lástima que le invadían el pecho como aguas hirvientes. Se limitó arefundarse en el último asiento, mientras luchaba por no levantarse yretorcerle el rostro a tan aberrante señora. Dentro de sí, deseaba tener elpoder de asesinar a todos los adultos, y dejar la tierra gobernada únicamentepor los niños. Se imaginaba, un planeta repleto de pequeñuelos y pequeñuelas,donde él mismo, pudiese volver a aquellos días de infancia también, y vivir porsiempre junto a ellos

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⏰ Last updated: Nov 02, 2019 ⏰

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Ambar (Segunda parte)Where stories live. Discover now