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De las muchas maldiciones que un hombre puede cruzarse a lo largo de su existencia, el quedarse sin trabajo es una de las peores. Juan Ignacio había sido despedido de su empleo después de quince años de fidelidad hacia la empresa. No había sido por algo personal que tuviesen contra él. Tampoco se debía a alguna acumulación de errores e ineficiencias de su parte. Sencillamente, el país atravesaba una severa crisis económica y la empresa se había visto forzada a reestructurarse, haciendo que sus servicios pasaran a ser prescindibles, como se le había explicado en el frío telegrama que durante años tanto temió recibir.

Ya con la certeza del desempleo sobre su cabeza, Juan Ignacio se había dedicado a comprar los periódicos y leer los avisos laborales. "Se requiere amplia experiencia en el puesto y edad menor a veinticinco años", decía un aviso, como si tal cosa fuese posible. "Menores de treinta años abstenerse", rezaba otro, tajante. "No presentarse en caso de tener familia a cargo", leyó en uno y se le partió el alma. Porque podía culparse por su edad como impedimento para conseguir un trabajo. Al fin y al cabo, el mercado laboral nunca era sencillo para alguien de treinta y siete años, como él. Pero aquel aviso, el que demandaba la inexistencia de esposa e hijos, ¿Cómo culpar a su familia? ¿Cómo pensar "¡De no ser por mi esposa e hija podría tener este puesto!" sin sentirse un desperdicio de persona? La respuesta era sencilla: no se podía.

Para peor, en unos días sería el cumpleaños de su hija, la pequeña Raquel. ¿Cómo decirle que ese año no habría regalo, ni torta? ¿Cómo explicarle a una pequeña de apenas cuatro años que dos veces por día preguntaba cuándo sería su cumpleaños que apenas tenían dinero para comer por un mes más? Tampoco se podía.

Fue allí, yendo de entrevista en entrevista, que encontró lo que parecía ser la solución a aquel problema. Frente a una casa en ruinas, con un cartel informando que dicha vivienda  se encontraba en venta fijado a sus paredes y una montaña de basura frente a su puerta indicaba que sus propietarios habían estado haciendo limpieza y remodelación, Juan Ignacio vio a la muñeca. Era una de esas antiguas muñecas, con cuerpo de tela y cabeza y extremidades de plástico. Su cabello era de un color tan oscuro como el alma de la gente malvada, aunque el polvo de los desperdicios le había otorgado un tinte grisáceo en algunas partes, como si de canas se tratasen. Sus ojos se abrían y cerraban según la posición en que uno colocara al juguete. En aquel momento se encontraban cerrados, ya que la muñeca yacía acostada sobre la mugre, como el cadáver de una princesa esperando ser revivida por un príncipe de cuentos de hadas.

Cuidando de no ensuciar su único traje bueno, Juan Ignacio escaló la base de la montaña de desechos sobre la que dormía el futuro regalo de su hija. Tuvo que esforzarse un poco, pero finalmente lo consiguió. Al tomarla con su mano, los ojos esmeralda de la muñeca se abrieron con presteza, haciéndolo resbalar. Sus pies se deslizaron hacia abajo a la misma velocidad con que las almas perdidas son arrastradas hasta el infierno. Frenó la caída con una mano. De no haberlo hecho, su traje se habría llenado de polvo de cemento y ladrillo. Saltó hacia atrás, aferrando con fuerza al juguete por su blando torso. Cayó de pie. Cambió de mano a la niña de paño y plástico para revisar el estado de sus propias ropas.

Y entonces lo descubrió con horror: había una mancha de barro en la rodilla de su traje. Levantó su mano hasta ubicar a la muñeca frente a su cara. La miró con odio. De hecho, depositó en aquella mirada todo el odio y resentimiento que sentía por la precaria situación que estaba viviendo, como si la pobre e inanimada cosa fuese la culpable de su caída en desgracia. Y lloró. No le importaron los transeúntes, ni lo que dirían, ni nada más. Aquel era su momento de expresarse a sí mismo lo mal que se sentía. Y lo aprovechó. Sus lágrimas cayeron sobre el mugriento cuerpo de la muñeca. Se las quedó mirando, como quien observa al abismo para descubrir que este le está devolviendo la mirada. Y entonces notó las manchas de sangre. Estaba fresca. ¿Pero cómo? Abrió su mano, aquella que había utilizado para frenar su caída. Tenía un corte. Nada importante. Demasiado grande como para considerarlo una simple raspadura, aunque no tanto como para requerir algún tipo de sutura. Se limpió la herida con un pañuelo, hasta que dejó de sangrar y continuó caminando hacia su casa.

Tan sumido en sus pensamientos estaba, que al cruzar la puerta de entrada olvidó esconder su reciente hallazgo. Como cada día, la pequeña Raquel salió corriendo a recibirlo apenas lo escuchó.

- ¡Papi! ¡Has llegado!

Se abrazaron. Estaba por preguntarle qué tal le había ido en el jardín de infantes, cuando ella lo interrumpió:

- ¿Y esa muñeca, Papi? - Dijo, señalando a su mano lastimada. Él notó al instante el error cometido. Haciendo la mueca que siempre hacía cuando se equivocaba en algo, cruzó miradas con Alicia, su esposa.

- ¿Te gusta? ¡Es tu regalo de cumpleaños!

- ¡Pero Papi! ¡Mi cumple es en cinco días! - Miró a su madre para verificar la veracidad de lo dicho. Alicia asintió, simulando seriedad.

- Sí, lo sé. Pero este año has sido muy buena. Y con Mami quisimos adelantarte el regalo. - Mintió descaradamente para ocultar su descuido. Su esposa lo miró, intrigada, preguntando en silencio de dónde había sacado el dinero para comprar un regalo. Se le acercó y le susurró:

- Tranquila. La encontré tirada en la calle. Me pareció perfecta para ella. Era como si hubiese estado allí, esperándome a que pasara por allí.

- ¡Pero está muy sucia! ¡Habría que lavarla! - Replicó ella. Se quedaron mirando cómo jugaba aquella pequeña, inmersa en su inocencia. Ajena a los dramas y tragedias que ocurrían apenas a unos pasos de ella. Ignorante por completo de los dramas que amenazaban con cernirse sobre su familia, como hambrientas aves carroñeras que se alimentan de las desgracias de la gente.

- ¿Saben qué? - Informó la niña. - ¡Voy a llamarla Dulzura! ¡Porque es una niñita muy dulce!

Juan Ignacio y Alicia se abrazaron, observando a su pequeña jugar. Más tarde hablarían de dinero y de deudas y de amenazas de desalojo. Ahora, allí, se permitieron un breve y fugaz instante de felicidad.


DulzuraWhere stories live. Discover now