EL GOLPE

5 0 0
                                    


Cuando me llamó para que dejara lo que estaba haciendo y subiera a las oficinas, ni siquiera sospeché. En aquellos días era tan inocente que no me cabía en la cabeza que alguien pudiera ser tan malvado. Solo asentí como si pudiera verme y, con cierta frustración por no poder demorarme unos minutos más hasta acabar con todo el trabajo, apagué la máquina de coser y subí por las escaleras. Tic, toc, tic, toc. Mis pequeñas botas resonaron sobre la chapa de acero antideslizante. Tic, toc, tic, toc. Era un sonido martilleante que llegaba hasta el último punto de aquella lúgubre fábrica, en ese momento vacía.

de arriba a abajo.

Se me heló la sangre.

Traté de decir algo a modo de saludo, pero su mirada siniestra me hizo enmudecer y un frío invernal recorrió el tuétano de todos mis huesos en pleno mes de mayo. De pronto, una sonrisa sardónica asomó por su rostro. Como un perro de presa, sabía que me tenía en su trampa, como tenían a todos sus empleados. Vivíamos a merced de sus deseos por cuatro peniques, y no era la primera vez que obligaba a una chiquilla como yo a reventarse la espalda cosiendo durante más de doce horas sin descanso.

Sentí miedo, más que ningún día. Yo nunca había hecho nada para temer su furia, sin embargo,

—¿Has terminado? —me preguntó por fin, cansado de mirarme.

Sabía que esos ojos libidinosos no auguraban nada bueno. Me habían advertido que jamás me quedara a solas con ese hombre, y sin embargo, yo misma había cerrado con llave cuando Manuel, el chico de mantenimiento, se había despedido de mí.

Estúpida.

Entonces comprendí esa expresión lastimera en el rostro de Manu cuando lo acompañé hasta la puerta. Entre asqueado y preocupado. El motivo no eran sus agotadoras jornadas de trabajo, como había pensado en un principio, ¡era por mí!

—No merece la pena —murmuró entre dientes antes de decirme adiós, y no le entendí. Me quedé mirándolo sin comprender cuando pareció a punto de sacarme

Por eso le había costado tanto marcharse...

Ya no había marcha atrás, estaba allí, en su despacho. Esa noche iba a ser su diversión. Primero trataría de sobornarme, de manipularme. Mi madre estaba enferma, él lo sabía, y por eso yo necesitaba cada una de las monedas de cobre que me daba. De hecho, así era como me había convencido para quedarme hasta tarde. Me había prometido pagarme el doble las horas extras que hiciese en el día. Y yo, precisamente por eso, había sobrehilado todos los bajos para tardar un poco más de la cuenta.

Estúpida, me repetí.

Traté de calmar mis nervios y suspiré. Quizá solo me había llamado para pagarme lo que habíamos acordado. Pero cuando se levantó sin borrar esa asquerosa sonrisa de su rostro, mi cuerpo comenzó a temblar.

—¿Por qué lloras? —preguntó con una inocencia que no tenía, y me tragué mis primeras lágrimas en un hipido.

Sentí sus manos, húmedas al tacto. Las apoyó con firmeza sobre mis hombros y me obligó a acercarme a él, uno o dos pasos. Estaba claro, ansiaba tocarme, y me horroricé solo de pensar lo que podía pasar conmigo aquella noche.

Yo solo tenía quince años, pero necesitaba ese trabajo, necesitaba el dinero. Entre lo que ganaba en la fábrica y limpiando casas, conseguía el suficiente como para que mi madre siguiera en ese hospital, bien atendida. No hacía falta que nadie me lo dijera, yo lo veía en sus ojos: estaba agradecida.

—Por favor... —susurré sin poder controlarme.

Sus manos habían descendido por mis brazos, rozando intencionadamente la curva de mis incipientes senos hasta llegar a mi cintura.

—¿Sabes? ¡Deberías ser más agradecida! No fue fácil que tu madre entrase en ese hospital. Aunque, claro, igual que conseguí una cosa, puedo conseguir la otra... —comentó mordaz.

Esas palabras me alarmaron. Siempre había pensado que no aceptarían a mi madre. Cuando solicité su ingreso en aquel sanatorio tan distinguido, estaba segura que la rechazarían por no poder adelantarles nada como fianza. Sin embargo, cuál fue mi sorpresa cuando aquellas mujeres me confiaron un secreto. Me dijeron que siempre guardaban una cama libre para los enfermos más necesitados.

Entonces las creí.

Estúpida, me dije una vez más, cerrando los ojos para asimilar mi error.

Lo miré con animadversión. Si realmente había hecho algo parecido, habría sido por interés. Por el cochino interés. Para que no tuviera más remedio que someterme a sus deseos. O quizás estaba jugando conmigo, haciéndome creer que había sido él quien había movido los hilos para que mi madre pudiera descansar en un lugar digno.

—¡Suéltame! —grité enfadada, apartándolo de un empujón cuando se abalanzó sobre mí.

Aunque logré alejarlo, no pareció molestarse ni lo más mínimo. Al revés, recuperó su posición con una rapidez inusitada y volvió a ceñir sus fuertes garras alrededor de mi talle mientras su risa bravucona conseguía enrabietarme aún más.

—¡Que me sueltes! —insistí furiosa, intentando apartarlo de mi cuerpo con más fuerza.

—¿Es que acaso no quieres a tu madre? Mañana mismo las dos volveréis a la oscura cloaca de donde salisteis. No juegues más conmigo, niñata, ¡o te despediré!

Pensé que era el fin, que iba a pagar mi inocencia con un buen mazazo de realidad. Que ese hombre iba a conseguir hacer conmigo lo que ya le había hecho a otras pobres chicas desgraciadas de la fábrica. Consiguió derrumbarme en aquel sillón olvidado de su despacho, y su cuerpo seboso me aplastaba. Estaba intentando levantar mi falda cuando algo metálico le golpeó en la cabeza.

—¡¡Vete!! —gritó Manu con desesperación. La cabeza del encargado sangraba, manchándolo todo. 

El martillo lo había matado en el acto.

EL GOLPEWhere stories live. Discover now