LEYENDA URBANA

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LA HABITACIÓN 104

Hace muchos años, en una antigua y renombrada clínica de la ciudad de Quito, había una habitación en la que se internaba solo a los pacientes terminales. Era esta una habitación amplia, ventilada y muy bien iluminada. Pero... se contaban muchas historias acerca de ella. Decían que por las noches se escuchaba cómo los fallecidos en su interior se convocaban para hablar de la enfermedad que los llevó al sepulcro. Decían además que por los corredores circulaba un ánima que clamaba perdón. La habitación estaba signada con el número 104.

Por aquellos días la fiebre Tifoidea se enseñoreaba en los aguajes y los pantanos; dormir sin toldo era entregarse en brazos de la parca. Mucha gente murió, y los que pudieron vencer a la muerte decían que la vieron frente a frente.

Los enfermos llegaban de todos los rincones de la patria para ser atendidos en la capital. Las clínicas y hospitales estaban repletos de enfermos delirantes.

Un medio día llegaron dos pacientes traídos desde San Lorenzo y fueron internados en la temida habitación, debido especialmente a la falta de espacio.

Nadie en su sano juicio, al saber los fúnebres antecedentes de la mentada habitación hubiera permitido que su familiar sea alojado en ese cuarto, sin embargo, los pacientes eran gente venida de lejos, y desconocían por completo la negra fama que se cernía sobre la 104.

Luis se llamaba uno de los enfermos, el otro Arturo. Ambos se debatían entre el delirio y el calor infernal que poco a poco iba achicharrando su cerebro. A los dos días de haber llegado, Arturo partió hacía las oscuras sombras de la noche eterna. Luis, pudo escapar a duras penas de las garras de la muerte.

Cuando ya se estaba restableciendo. Cuando ya los delirios de la fiebre maligna se había desvanecido, una noche, escuchó la voz de Arturo que le llamaba lastimosamente. Con temor abrió los ojos y entre las sombras de la noche pudo ver claramente, como entre un halo de luz, su amigo alzaba los brazos y los agitaba delante de sus ojos, pero eso no era todo, sus brazos terminaban en muñones sangrantes.

Con el último rescoldo de valor que le quedaba, llamó a la enfermera. Solo cuando la puerta se abrió, el espectro de su amigo se fundió otra vez entre las sombras de la noche...

La madre de Arturo, al saberlo, hizo celebrar una misa por su descanso eterno y por el perdón de aquel pecado que, siendo Arturo un adolescente, cometió contra su madre...

El cuarto 104Where stories live. Discover now