El amanecer de la noche

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La áspera sábana colgaba a su espalda a pesar de estar envuelta a su alrededor con firmeza. El sol despuntaba débilmente en la línea del horizonte, luchando por adornar el aire con miles de pequeños diamantes y cálidos brillos. A pesar de lo temprano que era, a sus pies, la ciudad llevaba horas en marcha. Tal vez no había marchado a dormir.

El aroma a café inundaba toda la estancia, despertando su estómago. El crujido agónico del antiguo colchón fue señal de que su acompañante también había amanecido. Se dejó caer sobre la silla acolchada que presidía la ventana desde donde observaba el contaminado cielo todas las mañanas y noches. Era su modo de sentirse libre. 

El cielo sin límites se extendía sobre ella del mismo modo que lo hacía el suelo, pero bajar nunca había hecho feliz a nadie, desde luego no con ella. Siempre le habían dicho que debía aprender a vivir con los pies anclados, pero ella estaba hecha para fantasear, soñar imposibles. Tal vez por eso no lograba ser feliz.

- ¿Qué miras?

La adormilada voz interrumpió sus caóticos pensamientos. Ni siquiera la reconocía. Giró el cuello para encarar a su dueño. Alto, ojos oscuros, pelo enmarañado, aura atormentada. Era un reflejo de sí misma. Estaba aburrida y únicamente habían pasado segundos. Era su perfil seguro, la compañía comodín, la clase de persona que deseaba hablar con cualquiera de sus problemas y quejas existenciales junto a varias copas en un bar ruinoso que había vuelto a la vida como sitio moderno y alternativo. Decenas de ojos y escenarios semejantes pasaron ante sus ojos, reflejados en los del chico que continuaba mirándola; grandes, alargados, inteligentes, inconformistas, cansados... chicos, chicas... 

Estaba hastiada, la humanidad era demasiado humana.

- Nada.

Pasó de largo a su lado, la sábana arrastrando a su paso, recogiendo y levantando motas de polvo.

Sobre la mesa, junto a la cocina, quedaban rastros de café y migas de cereales. Su compañera de piso apenas había dejado desayuno. El resplandor del mechero acompañó la tenue iluminación. El cigarro descansaba ligeramente sobre su labio inferior mientras observaba atentamente el goteo de la cafetera. Pasados tantos años había empezado a encontrar en esa clase de detalles  la verdadera belleza de la rutina.

- Me voy a ir yendo. – De nuevo la misma voz adormilada, acompañada de lo que parecía ser un poco de enfado e incredulidad.

Su respuesta fue una nueva calada. Lo más adecuado en esos contextos era invitar a quedarse o asegurar que volvería a llamar, pero odiaba mentirse a sí misma. No iba a hacerlo. Nunca lo hacía.

La puerta se cerró a su espalda con firmeza. Desde luego no iba a echarle de menos.

Sin demasiados miramientos se dejó caer sobre el sofá que presidía la estancia. Como todo lo que vivía allí había sido testigo de mejores tiempos. Era una nostálgica empedernida, o al menos eso contaban de ella. Algo de verdad debía haber en esos relatos, de no ser así no hubiese acudido a ese lugar al regresar a la gran ciudad, décadas después de haberla abandonado, al mismo apartamento en el que ya vivió una vez, cuando esos buenos tiempos no eran un recuerdo sino una realidad.

Allí tumbada, con el humo rodeando su rostro y la sábana a su alrededor, se recordó con un vestido blanquecino apagado. Era un lugar muy lejano y diferente. Cuando se asomaba a aquella ventana lo que veía era un horizonte desolado, abierto, arrasado en el invierno por las tormentas y el frío, en verano por el calor, las temporadas de caza y las reuniones sociales. Aquella casa era más grande y majestuosa, pero también más dueña de su libertad. Echaba de menos ese vestido. Tal vez por ello se arropaba cada mañana con esa tela.

El amanecer de la nocheWhere stories live. Discover now