El incomprendido

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Se dio un tiro. Justo en la sien derecha. Ya había tenido suficiente de depresiones, de lágrimas en la almohada, de sentirse un incomprendido permanente. Así que tomó el revólver que escondía su padre en uno de los cajones del buró, al carajo, dijo, aunque a nadie en especial, y detonó el grito de la pólvora, el olor a carne chamuscada, las salpicaduras de humo.

Dolió. Bastante. Sobre todo después, cuando abrió los ojos. Se encontraba tirado en el suelo. Bocabajo. A su alrededor, un charco viscoso y escarlata. Sobre el revólver, su mano aún se sacudía como una tarántula moribunda. ¿Qué pasa?, se preguntó. Luego de varios esfuerzos, consiguió levantarse. Las piernas le temblaban. Pero estaba consciente, eso que ni qué: podía sentir el chorro de sangre caliente escurriéndole por la cara.

A tropezones llegó hasta el baño. Se miró en el espejo. ¿Qué pasa?, volvió a preguntarse, aunque ahora francamente asustado ante la posibilidad de haber sobrevivido. En su reflejo había un círculo negro a la altura de la sien derecha. Se llevó un dedo a la herida. Recorrió el borde. Luego introdujo el dedo. Era, en definitiva, un hoyo. Decidió retacarlo con gasas para detener la hemorragia. No le molestaba la perspectiva de morir desangrado, pero a su madre sí que le iba a molestar el batidero. Muerto o no, debía limpiar todo aquel desorden. Y limpiarlo bien, a pesar de la migraña que no lo dejaba pensar con claridad.

Una hora después, llegaron sus padres. Lo sorprendieron con el trapeador en la mano. En la cabeza, una venda teñida de rojo. Y sobre la venda, una gorra de beisbol. ¿Qué te pasó?, preguntó su madre. Él bajó la mirada. Me disparé, balbuceó. Y siguió trapeando. ¡Qué barbaridad!, gritó su madre. ¡No puede ser!, exclamó su padre, quien a grandes pasos fue hasta la recámara, hasta el buró, hasta la ausencia del revólver en el cajón y entonces lo dedujo todo.

Él siguió trapeando, incapaz de levantar la vista. Su madre se había dejado caer en el piso. Lloraba. Su padre volvió de la recámara con pasos cortos. ¿Por qué lo hiciste?, preguntó. Él, el incomprendido, guardó silencio. Los padres compartieron una mirada triste, cómplice, adulta.

Vete a tu cuarto, le ordenó su madre. ¿No me van a llevar al hospital?, preguntó él. No, dijo su padre. Y agregó turbado: no.

Recargó el trapeador en una pared y se fue cabizbajo a su recámara. Apagó la luz. Se quitó la gorra. Al acostarse se sintió más incomprendido que nunca. Exhausto, cerró los ojos. Y como cada noche, lo ilusionó la posibilidad de soñar. En sus sueños, si es que alguna vez llegaba a tenerlos, no habría depresiones, ni llanto, ni la sensación de ser un exiliado en el mundo. Al carajo, dijo, aunque esta vez a sí mismo, y se durmió. Bajo la piel de su pecho, una luz roja comenzó a parpadear, señal de que la batería se estaba cargando, señal de que un revólver no sería, nunca, suficiente.


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El incomprendidoWhere stories live. Discover now