Los pasajeros de los autobuses que atravesaban la ciudad, rumbo a la central camionera, pensaban que La Piedad, Michoacán, era un lugar de locos. En su trayecto por los boulevares L. Mateos y L. Cárdenas, por las ventanillas, veían a sus habitantes haciendo extraños gestos y visajes. Seguramente creían que aquellos repentinos movimientos de brazos y palmadas eran las señas ofensivas con que se recibía a los visitantes: Mientras un vendedor pasaba gritando "¡Tamales, oiga...!", una señora se aplaudía junto a la nariz, un señor se golpeaba un brazo, otro se golpeaba la frente, un niño le pega en la mejilla a su amigo y éste le regresa la cachetada, aquél daba brincos y zarpazos como si quisiera atrapar una fruta imaginaria, un taquero daba brazadas en el aire y sus clientes lo imitaban con movimientos de karate y baile gitano, etc. Pero, nada más alejado de la realidad, toda aquella mímica esquizofrénica era el resultado de las molestias que sufrían los piedadenses por la invasión de millones de zancudos.