El muchacho se llamaba Abadón, estaba en lo alto de las gradas, en un campo deportivo, pero a diferencia del resto -que corrían detrás de una pelota, saltaban, flirteaban o se comunicaban con alaridos-, él se hallaba sentado con un cuaderno de dibujos sobre las piernas y sin más compañía que la mochila negra a su lado. El lápiz danzaba sobre la hoja, dejando líneas a su paso, líneas que formaban contornos, sombras y figuras... ¿Qué era? Ni siquiera él sabía lo que era, ya que no controlaba su mano. Lo hacía la prostituta de su interior...