Renato, ese día, era una estatua viviente. Llegó a La Plaza del Arcoíris, dejó la bicicleta a buen recaudo, enganchada con la cadena en una de las patas de un banco largo, y apoyó su mochila sobre la madera, para después armar el banquito, dejar el sombrero de copa de colores en el suelo y subir al asiento. A las cinco y media de la tarde, un chico con rulos se acercaba al banco de enfrente.