En las profundidades del océano, Ariel deseaba cada día poder ser humano. Prisionero y dueño de una corona que nunca había pedido, soñaba despierto todas las noches, y se aferraba a las historias de la vida humana que su madre le había contado de pequeño. Solo una diminuta cueva con pertenencias rotas y halladas en la superficie era lo único que lo acercaba a ese mundo y a su madre. El océano se sentía exiguo y solitario. Una noche, le pidió a las estrellas y le cantó a la borrosa luz de la luna que todo cambie, y su deseo llegó con la respuesta de un príncipe en un gran barco; él también buscaba una felicidad que no tenía en sus manos y que desconocía hace años. Tal vez, la luna los había escuchado a ambos