Capítulo 2: Flor en el paramo de hielo

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Con el cielo en plena oscuridad, Albus dio vueltas en la cama de sábanas blancas, incómodo. Durante el día los dos adorables animales de nieve lo llevaron a recorrer el inmenso castillo. Sus pies dolían ligeramente tras varias horas caminando. Aunque estaba acostumbrado a la vida en el exterior su cuerpo estaba exhausto; sin embargo el nuevo entorno le impidió cerrar los ojos. Las sabanas de seda lo hicieron añorar el grueso edredón rojo que cubría su antigua cama, al igual que los delicados muebles esculpidos en hielo, opuestos a la tosca madera de pino que conformaba la cabaña.
—¿Qué hay en esa habitación?— preguntó al pasar de largo una puerta enmarcada en oro blanco.
— Los aposentos reales — respondió el zorro sin detenerse. No necesitaba una advertencia para saber que estaba prohibido.
Bajó de la cama aburrido de no poder dormir. Recorrió sin interés la habitación, llegando al traje de cashmere con los colores de la casa Dumbledor. Sus nuevos ropajes, provistos por el rey Grindelwald, eran de tonos invernales, incluyendo la pavorosa bata blanca que usaba.
Cerró los ojos y se detuvo antes de tocar la suave tela, reprochando el permitirse añorar un calor que se suponía no recordaba. Volvió a la cama y se obligó a dormir.

Los dorados rayos del sol atravesaron el denso filtro de neblina abrigando los terrenos del castillo con una luz blanca y pura.
Albus observó el horizonte a través de la ventana del balcón mientras los dos guardianes de nieve, en forma de un niño y una niña de escarcha, terminaban de vestirlo.
Aunque el castillo era de hielo, el clima era frío y la estructura externa estaba bañada en blanco, la brisa invernal no congeló ninguna parte de su piel.
Al cumplir cinco años, Credence y él se encargaron de su cuidado personal. Las atenciones de los pequeños mayordomos lo incomodaron.
—¿Su majestad no almorzara?— preguntó al entrar en el comedor y ver sólo un juego de cubiertos en la mesa de cristal.
—El rey siempre almuerza en su alcoba— respondió el niño, sirviendo el primer plato.
Al terminar de comer los animales de nieve comunicaron que el rey lo mandó a entretenerse por sí mismo. Un poco decepcionado, Albus decidió recorrer a profundidad los terrenos del castillo.
Pasó medio mes ocupado, distrayendo su corazón, escudriñando un par de habitaciones durante el día hasta el anochecer cuando los animales de nieve lo buscaban para llevarlo a su recamara. Empezó por las torres del castillo, ahora solo faltaban algunas habitaciones de la planta baja.
Los minutos volaron a fuera de las ostentosas puertas de la primera habitación que visitó al llegar. Aquel era el cuarto que más lo intrigaba luego de la habitación del rey, pero el agradable recuerdo de una elegante mano alrededor de su muñeca lo detuvo. Tras una hora de inútil esfuerzo desistió y continuó por el extenso pasillo para descubrir otra habitación.
La planta baja del castillo contenía las habitaciones más grandes, obligándolo a recorrer varios metros antes de llegar a la siguiente puerta. Luego de varios minutos caminando, Albus bajó la velocidad intentando ver el final del corredor. Viro y cruzó varios pasillos antes de divisar una radiante luz al final.
Los rayos de sol rociaron su cuerpo al cruzar. Un hermoso paisaje avivó los latidos de su corazón, arrancando un suspiro de emoción. Una extensa aérea pastosa cubierta de  rodales de flores en colores brillantes se reveló frente a él. El sol brillaba a través de un domo de cristal con vigas de plata, irradiando su verdadera luz dorada. Incluso mariposas y aves de cálidos colores que no eran capaces de sobrevivir al atroz frío del continente revoloteaban alrededor de los pistilos llenos de polen. Calidez describía perfectamente su sensación al entrar en aquel espacio aislado del invierno.
Albus se adentró en la atemporal habitación, cuidadoso de no perturbarla y hacerla desaparecer.
Un peculiar gorjeo resaltó en el pacífico ambiente. Albus fue decidido hacia el único árbol dentro del invernadero y escaló el eminente tronco. Un desplumado polluelo lloraba solo en su nido sobre la rama del manzano. Albus nunca sintió especial interés en cuidar animales pequeños pero el recuerdo de Credence lo impulsó a resguardar al solitario animal bajo su ala.
Encontró otra cuerda a su pasado.

Pasó otro mes vigilando devotamente al polluelo. Al ser sorprendido en su intento de tomar un poco de papilla para la cría los dos animales de nieve se ofrecieron a ayudarlo en el cuidado de Fawkes. Ambos seres, en su forma humana, jugaron con Fawkes sobre el césped como dos niños reales. La alegre escena le recordó los viejos tiempos en que Nagini, Credence y él corrían entre risas por el claro del bosque.
—Iré a la cocina por el alimento de Fawkes — los niños asintieron para volver a jugar con el polluelo que agitaba emocionado sus rosadas alas a sus pies.
Encontró dos platos de comida sobre la mesada de la cocina. El tazón con trozos de pescado fresco de Fawkes yacía junto a un plato de filete de alce bañado en salsa de trufa blanca. Albus tomó la tarjeta con elegante tipografía frente al segundo plato.
"Almuerzo del rey Grindelwald". Leyó Albus, extrañado.
El reloj de péndulo en la pared marcó más de las once. ¿Acaso los pequeños olvidaron entregar los alimentos del rey?. Albus volteo a los lados asegurándose que nadie estuviera cerca, batió gentilmente la mano frente al plato y la carne empezó a humear momentos después. Un pequeño truco que sólo Nagini y Credence conocían.
No deseaba meter a los adorables mayordomos en problemas por ayudarlo con Fawkes. Tomó una copa, un decantador lleno de vino y partió a la dirección que indicaba la tarjeta.
Encontró la habitación no muy lejos del comedor. Se arriesgó a entrar después de llamar varias veces sin recibir respuesta, maravillándose con las paredes cubiertas de estanterías repletas de libros del enorme salón. El castillo de nieve blanca lo deslumbraba cada vez más.
Dejó la charola de plata sobre un escritorio de madera blanca y corrió emocionado a recorrer la inmensa biblioteca, acariciando los títulos grabados en los suaves lomos de piel al pasar. Unas partituras abiertas sobre un atril resaltaron por su impecable escritura en oro. Una varita negra con esferas semejantes a vayas que corrían por su longitud yacía en un soporte sobre una mesita alta al lado del atril.
—Eres bastante curioso.
Albus giró sorprendido. A sus espaldas el bello joven lo miró con una ligera sonrisa de superioridad al atraparlo. Albus escondió instintivamente la mano que el rey anteriormente sujetó y con la que estaba por tomar la varita.
—Vine a entregar su almuerzo.
El rey Grindelwald alzó una ceja sin borrar su sonrisa.
A sabiendas de lo absurda que sonó su excusa se regañó, cuando el rey le extendió un libro de cuero verde. Albus lo tomó confundido.
—Creo que buscabas esto. — la sonrisa del atractivo joven se extendió con un brillo de picardía en sus pálidos ojos. El corazón de Albus se alboroto.
—Gracias su majestad, me retiro .— Albus se fue lo más calmado posible, con sus latidos retumbando en sus oídos.
Grindelwald observó divertido a su pequeña avecilla escapar. El aromático humo que desprendía el filete sobre su escritorio abrió su apetito. El almuerzo que canceló con anterioridad ahora lucía realmente apetitoso.

En el invernadero Albus entregó el alimento a los bulliciosos niños y tomó asiento junto al gran manzano, acariciando la cubierta del libro en sus manos.
—Cuidado de criaturas mágicas— leyó en voz baja.
Una juguetona sonrisa escapó de sus labios.

Reino de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora