CAPÍTULO VIII

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El Club de los Poetas Muertos se reunió en la cueva por la tarde, antes del entrenamiento de fútbol. Todd estaba re­trasado. Para entretener la espera, sus compañeros explo­raban su refugio hasta los rincones más ocultos o grababan sus nombres en la roca. Cuando estuvieron todos reunidos Neil declaró abierta la sesión.
—«Me fui a los bosques porque quería vivir sin prisa. Quería vivir intensamente y sorberle todo su jugo a la vida».
—¡Ay, señor! —gimió Knox—. Daría lo que más quiero por sorberle todo su jugo a Chris. ¡Estoy enamorado a más no poder!
—Ya sabes lo que te aconsejarían los Poetas Muertos —bromeó Cameron—. «Recoged ahora las rosas de la vida...»
—Pero ella vive pegada a ese hijito débil mental del mejor amigo de mi padre. Ya veríamos lo que hacían con eso tus Poetas Muertos.
Con el corazón destrozado, Knox se apartó unos pasos.
—Hoy no puedo quedarme con vosotros —anunció Neil—. Tengo que pasar una prueba para la obra de Henley Hall. Deseadme buena suerte.
Sus compañeros lo hicieron así de buena gana y Neil de­sapareció por la boca de la cueva.
—Tengo la sensación de que nunca he vivido de veras —se lamentó Charlie cuando Neil se hubo marchado—. Durante todos estos años nunca he corrido ningún peligro. No sé ni quién soy ni lo que quiero. Por lo menos, Neil sabe que quiere ser actor. Y Knox sabe que quiere a Chris.
—La necesito —suspiró Knox en su rincón.
—Meeks —siguió diciendo Charlie—, tú que eres el pe­queño genio del grupo, dime lo que dirían los Poetas Muer­tos de mi caso.
—Los románticos eran diletantes, aventureros del pen­samiento. Querían arriesgarse por todos los mares antes de echar el ancla; o decidían seguir navegando a favor del viento.
Cameron hizo una mueca y parpadeó.
—En Welton no hay mucho sitio para los diletantes.
Mientras los chicos consideraban esta última reflexión, Charlie se levantó y empezó a dar vueltas en la cueva como una fiera en su jaula. De repente, se detuvo y su expresión se iluminó.
—Declaro que este lugar reciba el nombre de Cueva Char­les Dalton en honor a su Diletantismo Desenfrenado. En el futuro, todos los que quieran entrar tendrán que pedirme permiso.
—Un momento, Charlie —objetó Pitts—. Este lugar per­tenece al Club.
—En teoría, sí. Pero fui yo quien lo vio primero y recla­mo su propiedad exclusiva.
—Y aún gracias que sólo haya un Charlie Dalton en el grupo —suspiró Meeks.
Los demás asintieron con la cabeza. La cueva se había convertido en su hogar, en un lugar mágico al resguardo de otras miradas, al margen de cualquier forma de autoridad; era un lugar en el que podían ser todo lo que soñaban, y don­de dar libre curso a la imaginación; un lugar donde todo era posible, una garantía de independencia en un mundo reglamentado, una válvula para las presiones que ejercía sobre ellos el mundo cerrado de Welton. El Club de los Poetas Muertos acababa de renacer de sus cenizas y quería devo­rar la vida a grandes mordiscos.
Pero las horas volaban y los chicos, a desgana, tuvieron que abandonar su refugio y volver al colegio a tiempo para el entrenamiento de fútbol.
—¡Eh! Fijaos en quién es nuestro entrenador —exclamó Pitts.
Los chicos se volvieron en la dirección que indicaba Pitts y vieron que el señor Keating hacía su entrada en el campo. Colgando de una correa que le pasaba sobre el hombro, una red llena de balones le iba dando acompasadamente en la pierna mientras apretaba bajo el otro brazo una misteriosa caja de madera.
—Buenos días, señores. ¿Quién de ustedes tiene la lista?
Un alumno se la entregó.
—Contesten «presente», por favor. ¿Chapman?
—Presente.
—¿Perry?
No hubo respuesta.
—¿Neil Perry?
—Está en el dentista —respondió Charlie.
Keating murmuró algo dubitativamente.
—¿Watson?
Silencio.
—¿Otro con dolor de muelas? —preguntó Keating.
—Watson está enfermo, señor.
—Ya. Menudo enfermo. Supongo que mi deber sería po­nerle una falta a Watson, pero en tal caso debería ponerle una también a Perry. Y a mí me gusta Perry.
Dejó caer la lista al suelo.
—Señores, no están obligados a venir si no les apetece. Los que quieran jugar que me sigan.
Keating pasó entre el grupo de alumnos a grandes zan­cadas. Sin dudarlo, conquistados por la excentricidad de su profesor, los chicos le siguieron hasta el centro del campo.
—Siéntense, señores. Algunos fanáticos pueden decir que tal o cuál deporte es esencialmente superior a otro. Para mí, lo esencial en el deporte es la superación de uno mismo a que nos obliga incesantemente. Así, Platón, tan dotado na­turalmente, pudo decir: «Es competir lo que ha hecho de mí un poeta y un orador». Entregaré a cada uno de ustedes uno de estos trozos de papel e irán ustedes a alinearse en una fila.
Keating distribuyó unas hojas de papel entre los alum­nos y luego corrió a colocar una pelota a una decena de me­tros del muchacho que encabezaba la fila.
McAllister, que pasaba por el borde del terreno de jue­go en dirección a la biblioteca, oyó a Keating dar sus últi­mas instrucciones. Con la curiosidad de ver qué nueva bu­fonada se le había ocurrido a su brioso colega, se detuvo un momento a observar la escena.
—Bien, ahora les toca a ustedes jugar —dijo Keating.
El primer chico dio un paso adelante y leyó en voz alta:
—¡Oh, luchar contra vientos y mareas, hacer frente al enemigo con el corazón de bronce!
El adolescente corrió y golpeó con el pie el balón que pasó junto a la caja.
—No importa, Johnson. Es el gesto lo que cuenta.
Cuando Keating hubo colocado el segundo balón ante la fila, volvió atrás y abrió la tapa de la caja mágica, que re­sultó ser una gramola portátil. Levantó el brazo del apara­to entre el pulgar y el índice y colocó con delicadeza la agu­ja en el primer surco. Primero se oyeron unas crepitacio­nes y luego una orquesta sinfónica atacó a todo volumen el
Himno a la alegría.
—¡Ritmo, señores, ése es el secreto! —gritó Keating, qui­tándose la chaqueta—. ¡Vamos, el siguiente, y dele con toda su alma!
Knox declamó:
—¡Estar solo entre todos y sentir las fronteras de la re­sistencia!
Se lanzó a su vez. En el momento de golpear la pelota con todas sus fuerzas, gritó:
—¡Chet!
A continuación, le tocó el turno a Meeks.
—Contemplar la adversidad sin pestañear, y la tortura, y el calabozo, y la vindicta popular.
—Ser por fin un dios —aulló Charlie antes de volcar toda su energía en la esfera de cuero.
McAllister meneó la cabeza y siguió su camino, con una sonrisita en sus labios.
Los chicos siguieron con el ejercicio, pero la caída de la noche no tardó en ponerle fin. Todd Anderson, que había conseguido esconderse detrás de los demás, exhaló un sus­piro de alivio y echó a trotar en dirección al dormitorio.
—Señor Anderson —le advirtió Keating—. No se haga us­ted ilusiones; no es más que un aplazamiento.
El adolescente sintió la sangre afluir a sus mejillas. Aver­gonzado, maldiciendo su propia vulnerabilidad, corrió has­ta el edificio de ladrillo rojo y cerró la puerta de golpe tras sí. Subió los escalones de cuatro en cuatro, irrumpió en su habitación y se acurrucó en la cama.
Cuando se recuperó, con el rostro surcado de lágrimas, su mirada cayó sobre el poema que había estado garaba­teando en el bloc. Añadió un verso, y luego, con rabia, rom­pió en dos el lápiz. Paseó un momento por la habitación y acabó por exhalar un suspiro; tomando otro lápiz, vol­vió a la tarea, decidido a librar batalla contra esas palabras que se arremolinaban, inasibles, en el caos de su imagi­nación.
—¡Ya está! —oyó gritar a Neil en el pasillo—. ¡Tengo el papel! ¡Soy Puck!
La puerta se abrió de par en par, y entró Neil, radiante de felicidad.
—¡Todd, me han aceptado! ¡Soy Puck!
Ante esos gritos, Charlie y los demás se presentaron en la puerta.
—¡Felicidades, chico!
—¡Gracias, amigos! Nos vemos después, ¿de acuerdo? Tengo un trabajo urgente.
En su misma alegría, Neil casi les dio con la puerta en las narices y sacó una vieja máquina de escribir de debajo de la cama.
—¿Cómo te las vas a arreglar? Va a resultar muy difícil...
—¡Calla! Creo que tengo la solución. Necesito dos car­tas de autorización.
—¿Tuyas?
—De mi padre y de Nolan.
—Neil, no irás a...
—Espera, déjame pensar...
Neil empezó a escribir a máquina con dos dedos, riendo para sí.
—Querido señor Nolan —iba leyendo con voz agitada a medida que se imprimían los caracteres—, le escribo en re­lación con mi hijo Neil...
Todd meneó la cabeza, inquieto por el riesgo que corría su amigo.
El lunes por la mañana, ante la clase silenciosa del se­ñor Keating, Knox Overstreet fue el primero en leer el poe­ma que había compuesto.
Para Chris
Dulzura de sus ojos de zafiro
reflejos de su cabello de oro
mi corazón sucumbe a su imperio
feliz de saber que ella... que ella respira.
Knox bajó su hoja de papel.
—Lo siento, mi Capitán —dijo, volviéndose lastimosa­mente a su pupitre—. Resulta verdaderamente idiota.
—No, es perfecto, al contrario, Knox. Lo que Knox aca­ba de poner de manifiesto —siguió Keating dirigiéndose a toda la clase—, es de una importancia capital: en poesía, como en cualquier empresa, consagren todo su ardor a las cosas esenciales de la vida; al amor, la belleza, la verdad, la justicia.
Caminaba entre ellos a largas zancadas, volviendo la ca­beza a una y otra fila, con las piernas ligeramente separa­das como las patas de un compás que estuviese tomándole la medida al aula.
—Y no limiten la poesía sólo al lenguaje. La poesía está presente en la música, en la fotografía, incluso en el arte culinario; dondequiera que se trata de penetrar la opacidad de las cosas para hacer que brote su esencia ante nuestros ojos. Dondequiera que algo esté en juego, ahí se produce la revelación del mundo. La poesía puede estar oculta en los objetos o las acciones más cotidianas, pero nunca, nunca debe ser común. Escriban un poema sobre el color del cie­lo, sobre la sonrisa de una muchacha si les apetece, pero que se sienta en sus versos el día de la Creación, el Juicio Final y la eternidad. Todo me parece bien, por poco que ese poema nos dé alegría, por poco que levante un poco el velo que hay sobre el mundo y nos dé un estremecimiento de in­mortalidad.
—¡Oh, Capitán! ¡Mí Capitán! —dijo Charlie—. ¿Hay poe­sía en las mates?
Se oyeron muchas risitas.
—Por supuesto, señor Dalton, que hay elegancia en las matemáticas. Y no olviden que si todos se pusiesen a hacer rimas todo el mundo podría morirse de hambre. Pero nece­sitamos la poesía y hemos de detenernos sin cesar para ha­cer que aparezca en el acto más simple; si no lo hacemos, corremos el riesgo de pasar sin darnos cuenta junto a lo que la vida tiene de más hermoso que ofrecernos. ¿Quién quie­re recitar su poema? ¡Vamos, un poco de valor! En cualquier caso, eso no va a hacerles daño...
Keating paseó la mirada de un alumno a otro, pero to­dos se quedaron mudos. Entonces, se inclinó sobre el pupi­tre de Todd y sonrió con malicia.
—Miren al señor Anderson. Vean cómo la angustia pe­trifica su semblante. ¡Vamos, arriba, muchacho! Y libere el alma de sus miserias.
Todas las miradas convergieron en el adolescente quien, comprendiendo que cualquier protesta sería inútil, se levan­tó con timidez y fue hasta la tarima, mostrando a la clase una expresión de condenado a muerte.
—Señor Anderson, ¿ha preparado usted un poema?
Todd dijo que no con la cabeza.
—El señor Anderson está convencido de que lo que tie­ne en su interior carece de valor y es despreciable. ¿No es así, Todd? ¿Es eso lo que le aterra?
El muchacho inclinó con nerviosismo la cabeza.
—Entonces, hoy vamos a hacer la prueba de que lo que tiene en las entrañas es, por el contrario, de un valor ines­timable.
Keating llegó hasta la pizarra de dos zancadas. Con le­tras mayúsculas, escribió, y luego leyó:
— AÚLLO MI YAWP BÁRBARO SOBRE TODOS LOS TECHOS DEL MUNDO . Walt Whitman.
Se volvió a la clase.
—Para todos aquellos de entre ustedes que no lo sepan, un yawp es un grito retumbante. Todd, me gustaría que nos diese usted un ejemplo de yawp bárbaro.
—¿Un yawp? —repitió Todd con un hilo de voz.
—Bárbaro, señor Anderson.
—Yawp.
Keating se precipitó sobre el adolescente, sobresal­tándole.
—¡Vamos, grite!
—¡Yawp!
—Eso es un maullido. ¡Más fuerte!
—¡Yawp!
—¡Más fuerte!
—¡¡ AAAAAHHHHHH !!!!!! —Aulló Todd, exasperado.
—Muy bien, así, eso es, Anderson. Hay un bárbaro que duerme en usted.
Todd se tranquilizó un poco.
—Anderson, ahí ve usted la foto de Whitman, sobre la pizarra. ¿En qué le hace pensar? De prisa, sin pensarlo.
—En un loco.
—Sí, eso es; un loco. ¿Qué clase de loco? ¡Conteste! ¡Rápido!
—Un... ¿loco demente?
—¡Vamos, un esfuerzo de imaginación! Puede usted ha­cerlo mejor. Lo primero que se le ocurra, aunque sea absurdo.
—Un loco con los dientes que supuran.
Keating aplaudió.
—¡Ésa es la voz del poeta! Ahora, cierre los ojos. Descrí­bame lo que ve. ¡Vamos!
—Yo... yo cierro los ojos. Su imagen danza encima de mí...
—El loco de los dientes que supuran —le animó Keating.
—Su mirada le toma el peso a mi alma y atraviesa mi frente.
—¡Excelente! ¡Póngalo en su ambiente! ¡Con ritmo!
—Sus manos se tienden hacia mí, intenta estrangularme...
—Sí.
—Murmura detrás de su barba...
—¿Qué dice?
—La verdad... —exclamó Todd—. La verdad es como una manta que nos deja los pies fríos.
Hubo unas risas en la clase. El rostro de Todd enrojeció.
—¡Olvídelos! —le exhortó Keating—. Hábleme de esa manta.
—Ya puede uno tirar de ella hacia sí en todos los senti­dos, que nunca nos cubrirá del todo.
—¡Siga!
—Sacudidla, tirad de ella, nunca será suficiente...
—No te detengas...
—Desde el día en que se entra en el mundo, llorando —ex­clamó Todd—, a aquel a quien se le entrega, agonizante, no puede hacer más que cubrirse con ella la cabeza y gemir, llorar o aullar.
Todd se quedó inmóvil. Un silencio eléctrico había deja­do a la clase como congelada, cautivada por la repentina ins­piración que se había apoderado de su compañero. Rompien­do el encanto, Neil se puso a aplaudir lentamente; otros se le unieron. Respirando profundamente, Todd mostró por pri­mera vez una sonrisa llena de confianza.
—No olvides nunca lo que acaba de pasar —le susurró Keating al oído.
—Gracias, señor —respondió el chico antes de ir a sen­tarse.
Al final de la clase, Neil fue a felicitar a su amigo con un apretón de manos.
—Ya sabía yo que eras capaz. Ha estado verdaderamen­te bien. Hasta esta noche, en la cueva.
—Gracias, Neil.
Al crepúsculo, Neil se reunió con sus compañeros en la cueva del río. Llevaba una vieja linterna con el reflector pi­cado y toda ella abollada.
—Lo siento, chicos, llego tarde —dijo, sin aliento.
Los demás miembros del Club de los Poetas Muertos es­taban sentados en el suelo al estilo sastre alrededor de Char­lie, que tenía en las rodillas un saxofón.
—Mirad lo que he encontrado en el granero —exclamó Neil.
—¿Qué es? —preguntó Meeks.
—Una linterna, tío listo —le espetó Pitts.
Neil levantó la pantalla y descubrió un soporte con for­ma de estatuilla pintada. Representaba una especie de ge­nio como los que describen los cuentos árabes, vestido con un pantalón flotante y con un turbante en la cabeza. Con su expresión amenazadora, hacía pensar más bien en un ge­nio maligno.
—No es una lámpara —corrigió Neil sonriendo—. Es el dios de la cueva.
—Pues tú también eres un chico listo —le dijo Meeks a Pitts.
Neil dejó la estatuilla en el suelo, puso una vela en el hue­co que había en el turbante y la encendió.
Charlie se aclaró la garganta como muestra de impa­ciencia.
—Bueno, ¿y si empezásemos?
Los demás se volvieron hacia él y se callaron.
—Señores, «Poemúsica», de Charles Dalton.
Sopló en su instrumento mientras sus dedos apretaban al azar las llaves. Una sucesión de notas estridentes y suce­sivamente roncas resonó en la cueva.
—Risas, llantos, murmullos, clamores, hay que hacer más. Sí, hacer más...
Tocó aún unas cuantas notas sin concierto, y luego de­clamó otra vez, en una recitación cada vez más rápida:
—Llamadas surgidas de la nada, sueños que brotan del caos, gritos que emprenden el vuelo, ir más lejos. ¡Ir más lejos!
Su voz se perdía en las profundidades de la cueva. Llevó otra vez la embocadura del saxofón a sus labios y la expre­sión escéptica de sus compañeros se disipó de repente: lar­gas notas melodiosas escaparon de su instrumento, rotun­das y desgarradoras, y llenaron la cueva con su queja on­dulante, permaneciendo bajo la bóveda antes de perderse en un eco lleno de melancolía.
A su alrededor, los chicos esperaron a que muriese la úl­tima nota para expresar su entusiasmo.
—Charlie, ha sido genial —exclamó Neil—; ¿dónde apren­diste a tocar?
—Mis padres querían que estudiase el clarinete, pero yo lo odiaba con toda mi alma. Por lo menos el saxo es más... más sonoro.
De repente, Knox se levantó, se apartó del grupo y lanzó un largo lamento de desesperación.
—¡Ya no puedo más! ¡Necesito a Chris, y la tengo o me tiro al río!
—Knox, tranquilízate.
—No; ése es precisamente mi problema: he estado tran­quilo toda mi vida. Si sigo quedándome ahí viéndolo todo negro, acabaré reventado.
—¿A dónde vas? —le preguntó Neil cuando él se lanzó fuera de la cueva.
—Voy a llamarla —respondió Knox, y se hundió en el bosque.
La sesión del Club se vio así brutalmente interrumpida. Todos siguieron a Knox a la carrera hasta el campus, de­seosos de conocer el resultado de su iniciativa. Pronto es­tuvieron todos alrededor del teléfono mural instalado en el vestíbulo del dormitorio.
—La suerte sonríe a los audaces —se dio ánimos Knox descolgando el teléfono instalado bajo la escalera que lle­vaba a las habitaciones.
Los demás formaban círculo a su alrededor, dándole áni­mos mientras él marcaba el número.
—¿Sí, diga?
Al oír la voz de Chris, Knox fue presa del pánico y colgó inmediatamente.
—¡Me odiará! ¡Los Danburry me odiarán! ¡Mis padres me cortarán en rodajas!
Miró a sus compañeros, que no dijeron nada, como si sin­tiesen que la decisión debía venir de él.
—Bueno, ¿qué más da? ¡
Carpe diem
! Aunque tenga que dejarme la piel en ello.
Descolgó otra vez y compuso el número de Chris.
—¿Sí? ¿Diga?
—¿Sí? ¿Eres Chris? Soy Knox Overstreet.
—¿Knox? ¡Ah, sí!, Knox. Me alegro de que hayas llamado.
—Ah, ¿sí? ¿De veras?
Cubrió el micrófono y anunció con entusiasmo a sus amigos:
—¡Se alegra de que la haya llamado!
—Quería hablar contigo —dijo Chris—. Pero no tengo tu teléfono. Los padres de Chet se van a Boston de fin de se­mana y Chet aprovecha para invitar a un montón de ami­gos. ¿Te gustaría venir?
—Bueno... Sí, claro que sí.
—Los padres de Chet no lo saben, de manera que no hay que divulgar la noticia. Pero puedes traer a alguien si quieres.
—Iré. Sí. A casa de los Danburry. El viernes por la no­che. Entendido. Gracias, Chris.
Colgó y lanzó un grito de victoria.
—¿Lo habéis oído? ¡Iba a llamarme! Me ha invitado a una fiesta.
—¿En casa de los Danburry?
—Sí.
—Pues entonces...
—¿Qué? —dijo Knox, a la defensiva.
—Eso quiere decir que no sales con ella.
—Quizá, Charlie, pero no es eso lo que cuenta.
—Ah, ¿no? Entonces, ¿qué es lo que cuenta?
—Lo que cuenta es que ella pensaba en mí.
Charlie meneó la cabeza, incrédulo ante el optimismo mostrado por su compañero.
—Sólo la he visto una vez y ya soy el centro de sus pen­samientos —siguió Knox—. Lo presiento, ¡será mía!
De un salto, fue a la escalera y subió los escalones de cuatro en cuatro bajo la mirada divertida de los Poetas Muertos.
—¿Quién sabe? —dijo Charlie—. Después de todo, el amor nos da alas.
—Carpe diem... —concluyó Neil.

La sociedad de los poetas muertos.Where stories live. Discover now